El último virrey nombrado por Fernando VII fue José de Iturrigaray, un personaje oscuro y conspirador. Hoy, moriría de un “soponcio” viendo bajar en el viejo ascensor del Palacio Nacional al actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, camino del salón de la Tesorería donde cada mañana se dirige a la nación a eso de las siete, en una alocución tempranera que va camino de convertirse en un remake del Aló Presidente.
Instalado en el discurso de la austeridad, renunció con alardes a vivir en Los Pinos, al avión presidencial, a la escolta del Estado Mayor Presidencial y al coche oficial blindado. Pero, ahora, ungido por el poder, reside entre rancios oropeles de un palacio virreinal. Cada mañana, a eso de las seis, ocupa un trono dorado digno de Iturrigaray, o del emperador Maximiliano, o incluso de algún que otro revolucionario convertido, por conveniencias de la historia, en héroe de los que dieron patria a México.
El despacho del presidente en el Palacio Nacional es propio de cualquiera de ellos. Más espacioso y lujosamente decorado que el de su antecesor en el cargo, Enrique Peña Nieto, en Los Pinos. Cabría en él una comunidad, pero eso hoy poco importa a quienes han depositado en él todas las esperanzas. Si los visitantes pudieran acceder a las dependencias del presidente en Palacio, comprobando el brillo que rodeará su vida, quedarían maravillados. No hay comparación posible. Un palacio imperial para un hombre que se define sencillo, que no precisa de lujos burgueses y que hasta ahora ha vivido en una casa modesta del barrio obrero en Tlalpan.
Así es el despacho presidencial
¿Qué sensaciones percibirá dirigiendo la nación desde palacio? Seguro que un lugar con tanta historia de motines, conspiraciones y asesinatos terminará imprimiendo carácter. Es inevitable. En el despacho presidencial, a la izquierda del escritorio de estilo imperial hay dos teléfonos, uno de ellos rojo, que es de imaginar que continuará siendo el de las emergencias. Ese en el que se reciben las malas noticias. Frente a los teléfonos, hay un mando del aire acondicionado, un timbre para llamar al asistente y un bote en donde solo descansa un triste lapicero Y todo milimétricamente ordenado, impecable. En el estante inferior de la mesita se adivina a ver una taza de porcelana blanca con dos asas y un bote de edulcorante para el café.
El espacio que ocupa el despacho y los salones de brillantes lámparas de araña, en donde bailó a sus anchas la burguesía mexicana hasta hace cuatro días, tienen ese color amarillento que desprende lo viejo. Es un templo inmaculado para nostálgicos en donde López seguramente navegará feliz porque la historia es pasión que comparte con su esposa Beatriz.
Es de imaginar que, después de dos semanas como inquilino de este palacio, habrá encontrado el espacio que dijo necesitar –“uno pequeño en un rincón”– para colgar la hamaca.
Benito Juárez, presente en el palacio presidencial
Dicen que el lugar está lleno de fantasmas, y no sorprendería que fuera verdad. El Palacio se levantó sobre lo que fueran casas de Moctezuma, que lo fueron después de Hernán Cortés, y mas tarde, hogar de virreyes españoles hasta la independencia de México en septiembre de 1810. Es probable que un lugar con tanta energía propicie la llegada de aparecidos.
Dicen que el espíritu de Benito Juárez, el gran inspirador de las políticas de López Obrador, recorre aún las galerías de la primera planta acompañado del emperador Maximiliano, a quien el zapoteca mandó fusilar sin contemplaciones. Cosas del más allá que no logra el 'más acá'.
Otros cuentan que en las tardes ven a Emiliano Zapata y a Pancho Villa criticando acaloradamente los murales del pintor Diego de Rivera que se encuentran en la escalera central; esos que inmortalizan la grandeza del desaparecido Tenochtitlán, la clase trabajadora y la lucha de México por una identidad que ahora, definitivamente, ha difuminado la migración y el mestizaje. En esas está el nuevo presidente, en recuperar identidades y nacionalismos, aunque en ello le vaya la vida, la economía de la quinceava potencia económica mundial y la definitiva y peligrosa polarización de la sociedad mexicana.
A Benito Juárez y a López Obrador les une el pueblo indígena, los ideales políticos, el afán egocentrista por trascender en la historia y un infarto agudo de miocardio al que López sobrevivió en 2009, pero también les acompaña un carácter inflexible.
Cuenta la historia que tras solicitar a Juárez clemencia para con el emperador Maximiliano y dos de sus generales, Miguel Miramón y Tomás Mejía, fusilados el 19 de junio de 1867, solo alcanzó a decir: "No mato al hombre. Mato la idea". Y en esas también está López ante un empequeñecido Peña Nieto que, estoicamente, soporta en silencio reproches, humillaciones y veladas amenazas del nuevo mandatario; como la de proponer una consulta popular y que sea el pueblo quien decida si juzgarle por delitos de corrupción.
Un fusilamiento verbal demoledor con el que López Obrador le dice al pueblo que, antes de él, nada, y con él, todo. No mata López al hombre ni sus ideas, sino el legado de todos los presidentes que le anteceden.
El sueldo del presidente: es ofensivo cobrar más que él
Conocimos su rostro más amargo el día en que empresarios y oposición anunciaron las millonarias pérdidas que ocasionará a México la arbitraria suspensión de las obras del nuevo aeropuerto. Ahora, instalado en los salones virreinales del Palacio Nacional, ungido por la historia y los espíritus que le iluminan, la cólera resurge con la fuerza de ese fénix inmortal tras la protesta que realizan funcionarios, jueces, magistrados y cualquier ser racional amenazado por una drástica reducción del salario que propone.
La nueva ley exige adaptarlos al tope de 108.000 pesos brutos mensuales (4.683 euros antes de impuestos). El sueldo que se ha fijado el presidente y que, por su ley, ningún funcionario mexicano podrá superar. “Al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”.
Desde Palacio afirma López que cobrar un salario mayor es ofensivo, exagerado y no corresponde con el cambio que se necesita en México y que demanda el pueblo. Entendiendo por pueblo a los 30 millones que le votaron y quienes aún en pleno siglo XXI creen en políticas de homogeneidad que desprecian la excelencia profesional. Recordemos que de los 90 millones de electores, le votaron 30, y 23 lo hicieron por otras formaciones políticas. Y 37 abstuvieron; es decir: 60 millones no le votaron.
Dice López que la decisión de reducir los salarios fue aprobada por el legislativo, pero conviene recordar que su partido, Morena, esa coalición de fuerzas de izquierda a imagen y semejanza de las mareas de Podemos, controla mayoritariamente el Congreso y el Senado, con capacidad y voluntad de modificar los artículos de la Constitución que obstaculicen el proyecto político,
“Solo Donald Trump gana más que el presidente de nuestra Suprema Corte”, asegurando con la comparación que nadie le impedirá seguir adelante con la Ley Federal de Remuneraciones a pesar de los recursos de inconstitucionalidad, de los amparos y protestas del Poder Judicial, y la certidumbre de que la homogeneidad salarial acrecentará la corrupción en la administración.
“Los servidores públicos –afirma López– van a tener un sueldo justo, y los de abajo recibirán aumentos. Se reduce arriba y se aumenta abajo”.
Un discurso tan gastado como este Palacio Nacional, cargado de historia y viejos fantasmas que está polarizando la sociedad mexicana al grito de mueran los de cuello blanco y los traidores de la patria.