Toda historia sobre Sudán y sus cuarenta y cinco millones de habitantes debe empezar por el sanguinario Omar al-Bashir, el todopoderoso líder militar que encarceló, torturó y ejecutó a sus oponentes políticos durante treinta años. Bashir lleva tiempo reclamado por el Tribunal Penal Internacional en su investigación del genocidio de Darfur, cuando el apoyo del gobierno y las fuerzas armadas a los “yanyauid” (de etnia árabe) en la guerra territorial contra sus vecinos de raza negra provocó en torno a cuatrocientos mil muertos a lo largo de cuatro años de matanzas, hasta que la ONU se vio obligada a intervenir.
Durante veintiséis de sus treinta años de dictadura, Sudán eligió el camino de asociarse con Al-Qaeda y enfrentarse con Estados Unidos. Desde que, en 1993, el gobierno decidiera dar asilo a Osama Bin Laden antes de que este encontrara tierras más propicias en Afganistán, Sudán estuvo en la lista de países que promueven el terrorismo y con los que no se puede tener ningún trato comercial ni diplomático a expensas de enemistarse con Estados Unidos y afrontar sanciones. En el origen, por supuesto, el primer atentado contra el World Trade Center, de 1993, organizado por Osama y, según la Casa Blanca, financiado en parte por Bashir.
La sombra de Bashir siempre estuvo detrás de la guerra civil en Somalia, de los actos terroristas en Etiopía y en general de toda la violencia islamista vinculada al llamado “cuerno de África”, incluidos los enfrentamientos en Yemen, justo al otro lado del Mar Rojo. Osama se fue y Sudán presumió de haberlo echado. No está nada claro que fuera así. Antes, habían presumido de haber extraditado a Carlos, “el Chacal” y haberlo entregado a las autoridades francesas.
Como se ve, en Sudán, violencia y terrorismo es un triángulo que durante demasiados años ha funcionado como un todo. La esperanza se abrió el 11 de abril de 2019, cuando el propio ejército se rebeló contra su comandante en jefe y le exigió que abandonara el poder. Poco después, fue enviado a la misma prisión de Jartum a la que él mandaba a sus opositores.
El doble poder y la esperanza
En un movimiento que, hasta cierto punto, recordaba al de los Jóvenes Turcos un siglo antes, el objetivo declarado de estos militares golpistas, sorprendentemente, no era perpetuarse en el poder sino llevar la democracia a Sudán. No exactamente una democracia secular, pero desde luego, una democracia que tuviera una visión respetuosa de las minorías religiosas.
El reparto de poder se hizo de la siguiente manera: habría un presidente civil, Abdalla Hamdock, que, en la práctica, estaría sometido a una autoridad militar cuyo objetivo sería que la situación tampoco se fuera demasiado de las manos. Dicha autoridad estaría personificada en Abdelfatah al Burhan, veterano de la guerra de independencia de Sudán del Sur y agregado militar en China durante años, lo que le daba, sin duda, un cierto perfil político.
La fórmula funcionó relativamente bien durante más de dos años. Sudán es un país pobre y donde el terror está demasiado reciente. Las élites siempre parecen agitadas y revueltas entre sí y contra los demás. Diversas etnias intentan mantener su poder y su territorio frente a otras hostiles. No es fácil, desde luego, gobernar un polvorín. Sin embargo, Hamcock lo consiguió. Durante casi todo 2020, se dedicó a negociar con Mike Pompeo y la saliente administración Trump la retirada de Sudán de la lista de países colaboradores con el terrorismo. Era un paso que había que dar sí o sí para reflotar económicamente el país. Un paso doloroso por las décadas de enfrentamiento con Estados Unidos y Occidente en general, pero necesario.
En diciembre de 2020, con las elecciones ya perdidas, Pompeo aceptó y acordó no solo quitar a Sudán de la lista de innombrables y aceptar al país como uno más de la comunidad internacional sino colaborar económicamente en la creación de una democracia fuerte. Setecientos millones de dólares pretendían funcionar como anzuelo para que los militares se calmaran y dejaran trabajar. Para que no hubiera un nuevo Bashir que pusiera en jaque a medio continente. Dinero muy bien empleado si lo que se conseguía a cambio era la paz.
Sin embargo, Bashir no es solo un hombre. En otros casos, caído el líder se ha venido abajo toda la estructura de poder: así, Sadam en Irak; así, Gaddafi en Libia. Con Bashir no sucede lo mismo. Bashir sigue siendo una figura muy respetada dentro del ejército y las tensiones sobre su situación son inmensas. Recluido en un módulo de seguridad, sus partidarios siguen pidiendo su liberación inmediata frente a los que exigen que sea entregado cuanto antes al Tribunal Penal Internacional. Entre estos últimos, el propio presidente Hamdock, que anunció este verano su voluntad de que Bashir respondiera en La Haya por los crímenes de Darfur. A las pocas semanas, fue víctima de un golpe de estado.
El papelón de Jeffrey Feltman
De aquel golpe, se sigue sabiendo poco. Puede que ni siquiera fuera tal sino un aviso del gobierno civil al militar: sabemos que estáis tramando algo. Se dijo que eran fuerzas afines a Bashir y que estaban ya detenidas y controladas. Esto fue en septiembre de 2021. Inmediatamente, Joe Biden se puso a la defensiva. La relación de Biden con Sudán es curiosa: cuando apenas era un senador por Delaware con varios años ya de experiencia, formó parte de una delegación del Congreso para investigar la relación entre Sudán y los grupos terroristas. Hablamos de 1997, once años antes de que fuera elegido vicepresidente. Veintitrés años antes de ganar las elecciones a Donald Trump.
Biden sabe lo que se mueve en el país y sabe los riesgos que supone cualquier cambio en el statu quo pactado con el gobierno civil del país. Si los militares vuelven a hacerse con el control de Sudán, sería como tirar una moneda al aire. ¿Serán amistosos, buscarán pelea? Consciente de que algo se estaba tramando, Biden decidió mandar al país al enviado especial de los Estados Unidos en la zona, Jeffrey Feltman. Feltman, de sesenta y dos años, es uno de esos diplomáticos de toda la vida, que en su biografía cuenta con misiones en la Europa comunista, en Líbano o en Haití. Donde se le necesite, vaya.
La idea de la administración Biden era fortalecer al gobierno civil. Hamdock había anunciado días antes que, para mediados de noviembre, la doble autoridad desaparecería y quedaría solo la civil, dando paso a unas verdaderas elecciones democráticas. Obviamente, el mensaje no gustó en las élites militares. El trabajo de Feltman era hacer entender a unos que no convenía precipitarse… y a otros, que algunas transiciones son inevitables y que había que empezar a hacerse a la idea. En principio, su labor fue un éxito. O eso pareció.
Feltman estuvo en Jartum el fin de semana del 23 y el 24 de octubre. Se reunió con representantes de todos los sectores. Condicionó las ayudas económicas y políticas a la estabilidad absoluta. Escuchó mil veces que no había de qué preocuparse. Nadie tenía intención alguna de romper el equilibrio que tan bien había funcionado. Feltman se marchó del país la noche del domingo 24 al lunes 25. Pocas horas después, el presidente Hamdock y su mujer eran detenidos y enviados a un lugar sin determinar. Al día siguiente, eran devueltos a su residencia, de la que no han podido salir desde entonces.
Un golpe de estado con futuro incierto
La detención de Hamdock y su familia fue el primer paso en un golpe de estado que ha acabado con la supresión del gobierno como tal. Prácticamente, todos sus ministros han sufrido el mismo encarcelamiento domiciliario. Parte de la población ha salido a la calle a protestar, pero sin saber muy bien el qué ni contra quién. Tras el golpe de estado, queda Burhan como única autoridad y jefe de estado absoluto. En una alocución televisada, traje militar lleno de medallas, anunció un gobierno transitorio y representativo hasta unas posibles elecciones en 2023.
En qué consistirá esa representatividad, no lo sabemos. Si serán libres esas elecciones, hay que ponerlo muy en duda. Uno no da un golpe de estado a una autoridad civil para luego dejar que cualquiera te gane en las urnas. Desde luego, el mensaje no ha calado en Occidente. Recién llegado a Washington, Feltman declaraba la suspensión inmediata de las ayudas a Sudán. Al fin y al cabo, esos setecientos millones estaban destinados a consolidar la democracia no a acabar con ella. Tanto Antonio Gutierres, secretario general de la ONU, como la ministra británica Vicky Ford, han mostrado su condena y han pedido la liberación inmediata de Hamdock.
De momento, lo único bueno que podemos decir del golpe de estado de Sudán es que parece protagonizado por los mismos que se quitaron a Bashir de en medio. No serían tropas leales, por tanto, al exdictador. Tampoco parece que haya un excesivo afán de imponerse por la fuerza y provocar una nueva guerra civil. El ejército ya controlaba la seguridad del país y la sigue controlando. No hay represalias, matanzas ni detenciones masivas. El poder, al fin y al cabo, sigue en manos de quienes lo detentaban. Simplemente, han decidido demostrarlo.
Durante demasiadas décadas, Sudán ha sido uno de los puntos calientes del mundo en demasiados aspectos. Carlos, Bin Ladens y genocidios. Su importancia geoestratégica es indiscutible. Si Burhan no quiere volver a los años más duros del aislamiento internacional, tiene que hacer gestos a la comunidad internacional que sean creíbles e inmediatos. Convencer como sea a Biden y a Feltman de que retomen las ayudas y se fíen de él. El inicio no puede ser peor, pero cosas más raras se han visto. De momento, una semana después del inicio del golpe de estado, todo está demasiado reciente para sacar conclusiones. En cualquier momento, la cosa puede torcerse en direcciones imprevistas.