Incluso el número del año parecía el preludio de grandes cambios en el mundo. En 1999 Polonia, el país cuya capital daba nombre al Pacto de Varsovia, se pasaba al bando contrario y firmaba su adhesión a la OTAN. En Washington, los representantes de este país, junto a los de Hungría y la recién creada República Checa, cambiaban con sus firmas el centro de gravedad de la política europea.
La Secretaria de Estado estadounidense, Madeleine Albright, nacida en Praga, describió el momento como histórico. Aquel 9 de marzo de 1999 marcaba el resultado de las negociaciones de Bill Clinton con Lech Walesa (que ya había dejado la presidencia), Václav Havel y un joven Víktor Orbán, finiquitando la influencia militar rusa en Europa Central.
El ministro de Exteriores polaco, que había viajado desde Varsovia con un póster de solidaridad inspirado en el de la película Solo ante el peligro en su maleta, bromeaba sobre los jirones del Telón de Acero y en el ambiente flotaba una mezcla de optimismo y preocupación por la reacción de Boris Yeltsin, presidente de la Federación de Rusia.
Moscú había intentado sin éxito crear con sus antiguos socios una "nueva alianza paneuropea" y, tras comprobar cómo la nueva frontera de la OTAN se desplazaba cientos de kilómetros al este, no dudaría en recurrir a la fuerza cuando países como Georgia o Ucrania intentaran acercarse a la órbita de Washington.
En una tensa conversación telefónica mantenida en marzo de 1998 entre la Casa Blanca y el Kremlin, Yeltsin concluyó la llamada diciendo que “a partir de ahora, mi pueblo tendrá una mala actitud hacia la OTAN y hacia América (…) tenemos delante un muy, muy difícil camino de contactos, si es que acaso llegan a ser posibles”.
Más tarde, tras consumarse la ampliación de la OTAN, Boris Nikolayevich Yeltsin acusó a Clinton de "plantar la semilla de la desconfianza" y de iniciar "una paz fría". Dimitiría seis meses después.
Actualmente, con la Alianza Atlántica preparando los fastos de su 70 aniversario, Rusia y Polonia siguen mirándose con desconfianza. El gobierno polaco es uno de los más fervorosamente "atlantistas" de todos los europeos y basa su política de defensa en dos conceptos: Estados Unidos es el principal aliado y Rusia es el mayor enemigo.
La calurosa bienvenida de que gozó Donald Trump en su visita a Varsovia el verano pasado convirtió a la ciudad en una alfombra roja para “el amigo americano” que iba a, decían los diarios del día siguiente, “hacer Polonia grande otra vez”. Unas semanas después, el Presidente polaco, Andrzej Duda, proponía en plena rueda de prensa, instalar una base norteamericana permanente en suelo polaco que, por qué no, podría llamarse “Fort Trump”, dijo mientras el aludido presidente levantaba una ceja.
Con el paso del tiempo parece claro que el gobierno polaco tendrá que esperar varios años antes de que se construya -si es que llega a hacerse- el fuerte, y es probable que, llegado el momento, el presidente norteamericano sea ya otro y el gobierno polaco también. Con lo cual está por ver si se mantendrían el nombre propuesto y la generosa oferta de Varsovia de aportar inversiones millonarias.
Más inversión en defensa
Polonia es una de las pocas naciones de la OTAN que gastan al menos un 2% de su PIB en defensa como pide Trump, que llama “escaqueados” a los países que “no pagan lo que cuesta” la protección de Estados Unidos. Evidencias históricas aparte, la principal razón que esgrime Polonia para implicar a la OTAN en la defensa de sus fronteras es el enclave ruso de Kaliningrado.
Se trata de una cuña de territorio ruso encajada en la costa norte de Polonia que supone el enclave ruso más occidental en Europa. Durante la Guerra Fría, 600.000 de los 1,2 millones de habitantes de aquel lugar eran soldados. Este territorio, cuya capital está a solo 380 km de Varsovia, fue testigo cercano hace cuatro meses de las mayores maniobras militares de la historia de la OTAN en el Báltico, donde participaron 20.000 soldados.
Los países bálticos detectan y denuncian rutinariamente invasiones de sus espacios aéreos por parte de aviones rusos y la región es considerada un punto caliente. Además, los enfrentamientos armados en Ucrania y la anexión rusa de Crimea son vistos en Varsovia como una prueba palpable de que el oso ruso sigue dando zarpazos.
Varsovia acaba de comprar un sistema de misiles norteamericano, año tras año incrementa su presupuesto de Defensa, planea incrementar su ejército en 100.000 efectivos y ha reactivado las asociaciones paramilitares para jóvenes. En las calles polacas proliferan las tiendas de parafernalia militar, airsoft y supervivencia, y en las escuelas se pueden ver pósters animando a los estudiantes a convertirse en militares profesionales.
Polonia gasta en Defensa casi tanto como España, a pesar de tener un PIB de menos de la mitad, y el gobierno nacionalista del PiS (partido Ley y Justicia) cultiva una retórica beligerante que habla de una Polonia permanentemente amenazada por Moscú.
Por otro lado, el águila blanca del escudo polaco parece dirigir su mirada más allá del Atlántico en cuanto a política de seguridad, hasta el punto de que algunos analistas ven en Varsovia un “caballo de Troya” de Trump en Europa, un país que sigue aplicadamente los dictados de la política exterior norteamericana en vez de implicarse en un plan de defensa común europeo.
Diálogo entre Washington y Moscú
La OTAN fue creada durante la Guerra Fría, en unos años en que Polonia era el único país al este de Berlín donde había tiendas “PEWEX”, establecimientos que vendían artículos importados de EEUU y donde solo se podía pagar en dólares. Cerca de la entrada de estas tiendas solían moverse cambistas de dudoso aspecto que cambiaban zlotys polacos por los crujientes billetes verdes con la efigie de George Washington.
Décadas después, el mundo no es el mismo y Polonia es precisamente uno de los países que más ha cambiado: en el mismo salón del Palacio Presidencial donde se firmó la creación del Pacto de Varsovia se han celebrado cumbres de la OTAN.
La documentación de la época revela que Bill Clinton encontró en Boris Yeltsin a un interlocutor dispuesto a creer lo que oía, en vez de interpretar lo que veía que estaba ocurriendo: “La expansión de la OTAN no es antirrusa”, le dijo en 1994. “No quiero que creas que me levanto cada mañana pensando en cómo puedo hacer a los países del Pacto de Varsovia parte de la OTAN”.
En una época tan convulsa como la que siguió a la disolución de la URSS, el líder ruso llegó incluso a considerar una integración rusa en la OTAN. La ampliación de la OTAN, trasladó a los mapas el triunfo occidental en la Guerra Fría y la década de los 90 se recuerda en Rusia como un viacrucis de humillaciones en la escena internacional.
Las tensiones continúan
El año pasado el gobierno polaco firmó la compra del sistema de misiles Patriot, el más caro en la historia de este país (más de 4.000 millones de euros). El Presidente Duda lo calificó como “un momento histórico, extraordinario, que introducirá a Polonia en una nueva era de tecnología punta”.
En el mismo mes, Putin anunció que Rusia poseía un sistema de misiles capaz de alcanzar casi cualquier lugar de la Tierra y esquivar el escudo antimisiles de EEUU. Cuando se canceló en 2009 el plan norteamericano de usar Polonia como parte de su plataforma de misiles nucleares de corto alcance, muchos ciudadanos respiraron aliviados.
Las encuestas mostraban el apoyo de un tercio escaso de la población a un plan que, como advertía el general ruso Anatoly Nogovitsyn, exponía a este país “a un ataque con el ciento por cien de probabilidad”. Uno de los blancos de ese hipotético ataque sería, ciertamente, la capital donde nació el Pacto de Varsovia.