Sí, lo sé. 'Estado profundo' no es el mejor de los conceptos. Es un fantasma paranoico, un poder oculto y oscuro que opera en las profundidades del Estado real.
Es una noción borrosa capaz de alimentar complots, como en Turquía, y que propicia el diseño de aparatos militares y de seguridad organizados para conspirar contra el poder electo.
No es difícil imaginarse a un Erdogan siendo víctima de un golpe de Estado exitoso. Tampoco es descabellado pensar que Trump, después de las elecciones legislativas de noviembre, podría ser objeto de un proceso de ‘impeachment’ y que exclamaría en su Twitter: “El 'Estado profundo' ha acabado conmigo”.
Al mismo tiempo…
Leo los extractos del libro de Bob Woodward que, con el título de Fear, parece una conjunción de Fury (Furia) y Lear (Lección). El relato de Woodward retrata la extraña resistencia que opone, según él, el aparato de estado de EEUU a los caprichos, extravagancias e iras de un presidente shakesperiano con poco poder para hacer todo lo que quiere
Leo también la desconcertante tribuna anónima publicada por el New York Times, escrita por un alto cargo de la Casa Blanca que se presenta como miembro de una “resistencia interna” dispuesta a salvar al país de las decisiones erróneas de su comandante en jefe.
Tras esto se repiten en mi mente una y otra vez las imágenes conmovedoras del funeral de John McCain, ese grande de América que logró la hazaña de reunir en torno a sus restos en la Catedral de Washington a todos aquellos a los que Estados Unidos considera servidores del Estado honestos (o al menos normales).
La basura, los insultos, el odio, la vulgaridad, los discursos dopados y los esloganes de delincuentes triunfan hasta en las altas esferas
Las imágenes verdaderas no necesitan interpretación, especialmente cuando son históricas. Desde demócratas honorables a republicanos decentes; desde Barack Obama a un George W. Bush rehabilitado por obra y gracia del contraste con el presidente actual; funcionarios públicos de ambos bandos, incluyendo quizás al autor anónimo de la tribuna del NYT: esa especie de Fantômas o vengador enmascarado pudo estar ahí, confundido entre la multitud de plañideras, neoconservadores, neoprogres, aristócratas académicos, y de todos los que, sin importar su partido, no vacilan con el amor a la bandera y el interés por el bien de su país. Todos estaban allí, absolutamente todos, para manifestar su oposición sorda al viejo infantil con testosterona que, en ese momento, estaba jugando al golf.
Podemos llamarlo como queramos.
En vez de 'Estado profundo', podemos calificarlo de ‘nación profunda’.
O podríamos hablar de la gran cultura política americana, con sus buenos fantasmas renacidos, como suele suceder, por la muerte y el duelo.
También se podría hablar de la parte más cultivada y liberal de esa tecnocracia que dábamos por amnésica, lijada por la norma, maniática de la contabilidad y obsesionada con la regulación económica pero que, en el desierto que crece, es uno de los últimos lugares donde sobrevive un poco de preocupación por el bien público.
El resultado está ahí.
Si el doctor insólito Trump no ha lanzado todavía un ataque nuclear contra Irán...
Si Trump se contenta con jugar a tocarse la peluca con el otro híperpeinado de Kim-Jong-Un...
Si la carta en la que informa a los surcoreanos de la decisión de romper las relaciones comerciales con ellos no llegó porque inexplicablemente se perdió en el último momento...
Si la tropa de Trump no ha logrado conquistar todos sus objetivos más allá de Estados Unidos, si el desfile salvaje y burlesco de políticos como de Grand Guignol se está esparciendo hasta Italia y Turquía, pasando por Hungría, Polonia, Suecia o hasta por el Reino Unido pro brexit...
Si la epidemia de locura, sí, de locura, que sopla por los pasillos de poder mundial aún no ha causado todos los estragos que podría haber provocado...
Si la payasada política mundial se reduce, por el momento, a la fórmula de 'agárrame antes de que haga algo catastrófico', es gracias a ese 'Estado profundo'
Si Matteo Salvini vacila con sacar a Italia de la UE y el euro; si Erdogan no ha anexionado a su Versalles otomano una réplica de la Conciergerie de París para encarcelar a los últimos demócratas; si Orbán rechaza la restitución de la Guardia de Hierro; si Jaroslaw Kazinzky no ha impuesto en Cracovia una hora de mortificación diaria en los colegios; si Boris Johnson ha tenido que tirar la toalla y desaparecer, al menos de momento.
Si la argumentación razonada no le ha cedido el lugar por completo a la invectiva, a la diplomacia grosera, a un proyecto a merced del capricho del borracho; si la gran sinfonía de las naciones no se ha transformado todavía en un concierto de ollas y cazuelas; si los partidos de ajedrez que conforman el gran juego de la estrategia planetaria no se han convertido en concursos de esnifar cocaína o crack…
Es así de sencillo: si los distinguidos que gobiernan dos tercios del planeta no han derrumbado la mesa, y si la payasada política mundial se reduce, por el momento, a la fórmula de “agárrame antes de que haga algo catastrófico”, es gracias a ese 'Estado profundo'.
Quizá no es muy democrático.
Y esto no tranquilizará a los que confunden el amor del ágora con la idolatría del pueblo y el odio de las élites.
Sin embargo, en esta época en la que el mundo parece estar no solo en pausa sino en apnea por el circo en que se ha convertido la política: la basura, los insultos, el odio, la vulgaridad, los discursos dopados de esteroides y los esloganes de delincuentes triunfan hasta en las altas esferas. Estas prácticas transforman el tejido social en una erupción cutánea sangrante, de la que solo ha quedado la inercia de la memoria, la política fantasma, y algunos restos de la alta cultura y el genio democrático de antes. Los mismos restos que hoy nos salvan.
*Traducción de Valentine Hilaire