Soy Marta Cillán, dentista, influencer, activista feminista y escritora, por orden de antigüedad. Supongo que todas esas cosas me definen un poco, aunque ninguna me define del todo. A lo mejor sería más fidedigno presentarme de otra manera: Soy Marta Cillán, lesbiana y fantasiosa. Lesbiana y amante. Lesbiana y melancólica y ansiosa.
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De entre las cosas a las que me he dedicado últimamente está escribir Después del amor (Ediciones B, 2023), que no es sino la historia de varios duelos, de aquellos que ahora también me definen y que sospecho me dejarán una impronta demasiado honda incluso para mí.
Es un libro que nunca quise escribir, así que, cuando ya no podía postergarlo más y debía empezar, una antigua amante, escritora también –antes de conocerla a ella yo no osaba proclamarme como tal–, intentó regalarme algunas pautas para afrontar dicha empresa.
No lo consiguió, o al menos no del todo. Tú siéntate y escribe, me repetía. Es un ejercicio de creatividad, no pierdas el tiempo en pensar a dónde quieres llegar.
En este caso, eso no me funcionaba, porque la historia que debía contar ya estaba impresa en mi cabeza –y en todo mi ser –, con una hoja de ruta bien definida. Sentarse a escribir significaba enfrentarse a todo lo que, lentamente y sin piedad, me estaba matando; por lo tanto, yo necesitaba que fuera un movimiento limpio cada vez, sin divagaciones en vano.
Y para conseguirlo, tiré del recurso que me funciona habitualmente: la app de notas del iPhone. Cualquiera que ojeara algunas de las notas que atesoro en mi teléfono móvil dudaría de mi cordura, porque es en ellas donde vomito cualquier cosa que se me ocurre.
Extractos de conversaciones entre personajes que no han existido más allá de cinco minutos en mi imaginación –y que luego, según me da, comparto o no en mi perfil de Instagram– , se mezclan con ideas sin orden ni concierto: “Señor de 50 años, divorciado en chándal viejo, comprando una pizza congelada en el supermercado Día de la calle Hospital”.
En lo referente al marketing –lo que paga mis facturas–, más de lo mismo: tengo nombres para todo tipo de negocios, claims para un millón de campañas comunicativas. Todo queda ahí desplegado en un lenguaje encriptado que solamente yo sería capaz de entender.
Y es que, en realidad, una parte de mi proceso creativo funciona así, bastante lejos de la mesa y la silla. Leo y paseo y observo y escucho y sueño despierta y tengo una idea y me invento un cuento y abro la aplicación de notas.
La última vez que lo hice fue esta misma mañana, en el gimnasio, mientras ejercitaba mis bíceps levantando pesas de 8 kilos. Un chico me preguntó cuándo dejaría libre el banco donde me sentaba, y yo, tras contestarle que aún me quedaban un par de series, me imaginé que, en realidad, el banco era su excusa para entablar una conversación.
Luego fantaseé con que, si así fuera, él forzaría la charla, y tras unos minutos me propondría que saliéramos a tomar algo, algún día, quizá incluso que fuéramos a cenar, a lo que yo le contestaría que, sabiéndome muy mal, no ceno con hombres –esta parte es real, soy lesbiana–.
Después pensé que sería divertido si yo –la protagonista–, lo retara: “No ceno con hombres, pero si se te ocurre otro plan que no emule una cita, tendremos una cita”. Terminé el resto de la serie dándole vueltas a qué tipo de planes hubiera hecho yo con un hombre en el caso de no haber sido lesbiana, y abrí Notas para no olvidarme ningún detalle del relato.
Hace poco leí en El peligro de estar cuerda, a Rosa Montero explicando que hay una relación explícita entre la creatividad –sobre todo la de los escritores– y la locura. Me reconfortó.
Escribir este libro ha sido como competir en una carrera conmigo misma. Si superaba el duelo antes de haber sido capaz de escribir sobre él, habría perdido; si no lo hacía, habría perdido igualmente.
Ya ni siquiera estoy segura de si el duelo se supera, o si simplemente una aprende a convivir con la angustia que genera, a base de dejar el tiempo pasar. Al final siempre terminas por adaptarte, creo, así que es difícil certificar qué le ocurre al cuerpo herido para que deje de sufrir así, de repente.
No me quiero poner empalagosa, porque no escribí un libro empalagoso (me gusta pensar). Ni quiero mentir y explicar que este libro fue una suerte de terapia en un momento en que tenía pocas cosas a las que aferrarme.
Tampoco me oirán decir que disfruté del proceso, la mayoría de las veces se me hizo bola tener que colocarle a la protagonista trajes de los que yo ya me había desprendido.
Qué necesidad de escribir sobre algo que aún te duele, de hurgar en la herida, me reproché durante casi todo el tiempo. Pero este libro sería lo último que haría desde ese lugar del que estaba a punto de alejarme.
Me debía la oportunidad de controlar yo el relato de mi propio duelo –que es, sin lugar a dudas, tan parecido al de tantas–, aunque fuera a través de una realidad ficcionada.
Escribir para (no) olvidar.