Elena Arzak tiene la misma gracia para marmolear el famoso huevo del restaurante que lleva su apellido, que para relatar las historias que le han sucedido. Porque, en su caso, las recetas son anecdotarios y las anécdotas huelen o saben a algo. Cada plato se puede considerar una novela y al final, todas sus anécdotas contienen polvo de estrellas, en este caso, estrellas Michelín.
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Su abuela vivía en un alto caserío, explica a magasIN, en el que todos los huevos se vendían y por eso, si se guardaban dos o tres, era para celebrarlos como un gran plato. Así que el huevo sigue siendo, además del pescado, un emblema de la estirpe de altos cocineros. “Cada cierto tiempo, cada dos años, vamos cambiando la fórmula. De un producto humilde se trata de hacer un gran plato porque para mi familia un huevo significa lujo”.
Hoy, ese huevo parece una escultura vasca cubierto por un praliné de setas y rodeado por crujientes distintos, arroz salvaje y trocitos de huevo milenario. “¿Lo ves?”, pregunta retóricamente Elena Arzak (San Sebastián, Guipúzcoa, 1969). “Lo marrón de por encima es el marmoleado, una técnica que se hace con una brocha. Es como pintar. Una vez que lo has hecho cien veces, te sale una”, describe con gracia.
Se mueve rápido por el espacio gastronómico más deseado del norte español, pero habla despacio, y piensa siempre un poco antes de hacerlo. “Ahora somos 55 personas en el restaurante”, describe.
“Costó mucho trabajo que se reconociera la cocina en este país, es un logro y hay que seguir luchando y avanzando”, comienza. Ahora es una celebridad y sus tres estrellas Michelín no tienen contestación. Cada vez más conocida y buscada por los medios, cuando llega a un sitio nuevo, Elena Arzak suele presentarse “con normalidad, porque hay quien me conoce mucho, claro, por mi padre, pero no te creas, también puedo llegar a un sitio y que no tengan ni idea de quiénes somos”.
Estudió fuera durante cerca de una década, pero nunca perdió el vínculo con el restaurante familiar y esas anécdotas se cuentan por docenas. “Estudié en la escuela hostelería de Lucerna, donde me enseñaron una base muy interesante. Hice prácticas luego siete años en el extranjero, en Francia, Inglaterra e Italia, además de estancias cortas en el Bulli. Tenía muchas ideas en la cabeza, pero todas muy mezcladas”, recuerda.
“Estuve mucho tiempo viajando”, explica, ”antiguamente el sentido de viajar no era como el de ahora, yo iba seis meses fuera, estaba un mes aquí en el restaurante, y me marchaba de nuevo, intermitentemente. Venía para enseñarles lo que estaba descubriendo y para no romper el hilo con mi cocina, con la de mi padre”.
“Una de las mayores meteduras de pata de mi vida la hice en un restaurante de París. Todos los días servíamos una tarta de manzana riquísima y le eché sal en vez de azúcar. Y fíjate que me di cuenta porque no brillaba, pero ese día, que no olvidaré, no me riñeron. No me dijeron nada. Aquel día no hubo tarta de manzana, sin más, y yo aprendí bien la lección”, explica.
Valora especialmente hoy a su equipo, busca que puedan trabajar con menos estrés y más placer. “Vivimos todos demasiado rápido y deberíamos desacelerar. Estamos en un restaurante que tiene 100 años y para las nuevas generaciones es muy importante el buen ambiente”. Se refiere varias veces en esta entrevista a su equipo y alaba a “mi jefa de cocina, que se llama Cynthia Yaber, de origen mexicano, estudió hostelería en Huesca, y está casada con un vasco: ¡es una máquina, y cocina como los ángeles!”.
“Otra anécdota que nos hizo reír mucho a mí y a mi padre”, recuerda, “fue una vez que hicimos un aperitivo que era de pollo ahumado. En la hostelería hay mucho sentido del humor, ese día vino un cliente que dijo, y le escuchamos, que “estos Arzak con un pollo dan de comer a un restaurante entero”, estuvimos tres días riéndonos, era sólo un aperitivo e iba en platito pequeño”.
¿Algo que sí tiene y algo que no de su padre?
El respeto a la profesión, al cliente y la búsqueda de las cosas bien hechas sí que lo tengo igual. Quizá soy un poco más introvertida y un poco menos curiosa que él. Es que él es terriblemente curioso en general de todo en la vida.
¿El primer recuerdo gastronómico con él?
Todos los sábados nos llevaba a mi hermana Marta y a mí al mercado. Luego entrábamos en la cocina y me acuerdo de varias cosas. De un caldo de txangurro que se estaba cociendo y de mi abuela y una tía haciendo crêpes. Ese caldo, ese olor y aroma a mar, a fresco y con tanta intensidad se me ha quedado grabado en la memoria gustativa.
¿Ya quiso entonces dedicarse a esto?
Mi hermana y yo sólo veníamos aquí en verano, a estar con la familia. Nos enseñaban algunas cosas. Ahí me di cuenta, de que este era mi sitio y la cocina era lo que me fascinaba. ‘Yo quiero hacer platos como estos’, me decía a mí misma en silencio.
¿Y sus primeros experimentos, cómo fueron?
Hacía experimentos en mi casa. Hacía suflés salados, pero como tenía mala técnica se me bajaban en seguida. Así que les sentaba a todos corriendo antes de que se bajara para comerlo rápidamente. Luego hacía de niña galletas en navidad. Me encantaba inventarme también ensaladas con cosas que sobraban del restaurante.
¿Y con su padre?
Mi padre siempre me animaba. Quería ver qué cosas se me ocurrían y me daba alas. El primer plato completo que hice con él fue a los 19 años, fue una ensalada de bonito y sólo me cambió la salsa.
¿Qué platos son los más complicados?
Los más difíciles son los de pescado, yo adoro el pescado, pero tienen una naturaleza muy delicada y hay que tener mucho cuidado a la hora de la cocción y del acompañamiento para no taparlo. Es donde más vueltas le doy. Ahora tengo una lubina con alubias y torreznos vegetales. Muy delicada y hay que tratarla con mucho cuidado.
¿Cada cuánto cambian el menú?
Está basado en las temporadas. Cambia según van apareciendo los productos en el mercado, pero depende también de la creatividad. Solo cambiamos un plato, por definición, cuando aparece otro que nos gusta tanto o más que el que tenemos ahora. Lo normal es que aparezca de uno a tres años en carta.
Liderazgo femenino
“Yo no diferencio entre la manera de cocinar de un hombre y una mujer”, explica. “Cocinar es cuestión de talento, tengo hombres y mujeres en mi equipo. Y no encuentro una diferencia. Por ejemplo, a mi padre le gusta mucho utilizar flores comestibles, y como son flores a veces se piensan que son mías. Cuando no lo son.
Admiro a muchas mujeres, a nuestra jefa de cocina, que te decía se llama Cynthia Yaber, y a mujeres como mi madre, por su gran entusiasmo, y a otras mujeres como Cristina Garmendia, que apoya explícitamente la gastronomía y que ¡te llena de energía con sólo charlar un poco con ella!”, explica.
¿Cómo le explica a su equipo sus objetivos?
Lo que nos hace a todos, tanto a mí como al equipo seguir manteniendo la ilusión, es la idea de la excelencia, que es nuestro motor. Hay una cosa que siempre digo, que me la dijeron y me gusta mucho: 'Yo, Elena Arzak, cocino y sirvo lo que me gustaría recibir'. Hay que hacerlo así. Cocino como si yo estuviera sentada en una silla del comedor.
¿Cuáles diría que son sus claves?
Creo que la mezcla de naturalidad, identidad propia e innovación para seguir avanzando.
¿Alguna manía?
Sí. Que repito mucho las cosas. Estoy acostumbrada a mandar y pienso que si repito calará más. Y me dicen: ‘Elena ya nos lo has dicho’.
¿Algún otro restaurante favorito del mundo?
Ir a un restaurante me parece siempre una aventura. Soy entusiasta por naturaleza. Voy descubriendo cuando viajo restaurantes maravillosos. Me gustan todos los buenos.
Soy una clienta agradecida y me suele pasar cuando voy a otros restaurantes que disfruto mucho, la identidad propia se manifiesta en los platos.
Desde luego hay restaurantes de estrella Michelín que son excelentes, y nosotros estamos muy orgullosos de tener tres estrellas tanto tiempo. Pero hay restaurantes y bares de pinchos que me encantan, y entre estos, también distingo entre los buenos y lo no buenos.
¿El norte español tiene algo especial?
Antes lo gastronómico estaba más localizado en el Norte y Cataluña, ahora hay una evidencia de que hay grandes chefs por todas partes. Eso es un logro. A los nuevos hay que apoyarles.
¿Qué opina del turismo gastronómico como tal?
Es cierto que se ha generado. Es muy curioso. El fin de semana, a partir del viernes, en Arzak hay más gente local. Entre semana por la noche hay muchos extranjeros: en esta semana, de Islandia, de Kazajistán, de las Islas vírgenes. A mí lo que me gusta es que todos coman lo mismo.
¿Alguna anécdota muy impactante le ha sucedido?
Sí. He visto a gente llorar al probar un plato y ahí me quedo bloqueada. Entro en la cocina y me pongo a llorar también. No lo puedo evitar, soy sensible. Es una vivencia muy fuerte. También me gustó una vez que un cliente me dijo ‘me gustaría que mi madre lo probara, porque le iba a encantar’. Y su madre era muy mayor y estaba enferma. Es algo que me parece muy bonito. Eso es amor, ¿no crees?
¿Cómo ha gestionado el cambio generacional?
Todas las etapas han sido muy interesantes. Cuando llegaba y hacía platos con mi padre y él me reconocía era genial. Fui poco a poco y comencé respetando a todos los que trabajaban ya aquí. Ha sido una transición tranquila y sin prisas. He disfrutado de todos los periodos. Ahora mi padre que está 'mayor' como dice él, pero sigue viniendo con un horario restringido y seguimos estando juntos, lo cual es muy bonito e interesante. Tuve buenas ofertas para marcharme, pero quise quedarme. Vi que aquí podría ser yo misma.
¿Considera muy duro su trabajo? ¿Qué haría si no fuera chef?
Es que nos gusta mucho. Es una profesión dura, pero pienso que es como todas las profesiones bien hechas, muy gratificante. La elegimos voluntariamente. Si yo no cocinara, haría algo relacionado con la hostelería y el turismo.
¿El último descubrimiento?
Vamos continuamente haciendo pruebas en la cocina de investigación de Arzak. Últimamente, hemos usado enzimas para conseguir texturas especiales, más miradas y guiños hacia nuestro entorno.
Ahora sirvo las trufas en una estructura que es una réplica de un barco ballenero, y estoy volviendo a mirar las hierbas y elementos que se están olvidando. Un poco mezclando con ingredientes de otras culturas, pero sobre todo, fijándonos en nuestro entorno con mayor curiosidad.