Autoras de palabra con Rosa charla con Ayanta Barilli, escritora y periodista. Ganadora del Premio Planeta de novela 2018 con Un mar de violeta oscuro, que acaba de publicar Si no amaneciera con editorial Planeta. Una historia maravillosa llena de emociones. Llena de confesiones. Y llena de amor. Esto es lo que nos comenta Ayanta.
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“Noche fría. Fumo en el porche a oscuras, envuelto en una manta, con el ordenador encendido. Tengo una tos insidiosa, seca, de perro. Reviso el correo. Un mensaje, sin firma, sin asunto. Es un vídeo. Lo abro. Aparece una niña con trenzas y albornoz naranja. Mira a la cámara. Sus ojos son los míos. Y su inocencia es un corte fino de navaja en el tiempo, que escuece, que duele, que mata. Congelo la imagen”.
Lo que mueve este libro es historia entre un padre y una hija que se desarrolla a lo largo de 24 horas, que son las últimas del padre, pero en las que se relata, un siglo de historia que es la que abraza a esas dos generaciones.
Relaciones paterno filiales en las que es evidente que la inspiración es mi padre. Siendo una novela de ficción, porque es la historia de un zapatero y una hija bailarina, pero cuando mi padre lo leyó me dijo: “¡hombre me has convertido en un zapatero!”
Los escritores trabajamos con lo vivido, con lo que sabemos al final, y también por lo menos en mi caso, con lo que sé emocionalmente. A mí, lo que me interesa de la literatura y de las artes en general es capturar esa mariposa que es la emoción. Las emociones, y en mi caso, plasmarla en una página. Entonces hablo en parte de mi relación con mi padre cuando era niña con esa admiración. El padre convertido en una especie de ser mitológico que todo lo puede y todo lo alcanza y cómo esa relación va variando a lo largo de los años de un modo inevitable.
Manuel cae 24 horas en su propia película, que es lo que cuentan algunos 'resucitados' aquellos que tienen una experiencia cercana a la muerte y que, sin embargo, vuelven y dicen haber visto la película de su vida. Y me gustaba mucho esa percepción cinematográfica del primer plano que se va agrandando y se convierte en un zoom o en una visión cenital y se esponja todo hasta llegar a algo mucho más grande. Es decir, que del plano en los ojos se llega a una estación de tren en plena segunda guerra mundial.
Con las primeras luces del Alba se llevan a Manuel unos enfermeros vestidos con mono blanco. Una pantalla de plástico que les protege el rostro, es imposible determinar su sexo, deshumanizado. Abordo el covid de modo muy tangencial porque me sirve como excusa para que estos dos personajes: el padre y la hija, no tengan posibilidad de verse, de encontrarse a lo largo de esas 24 horas.
Ese confinamiento también sirve para recluir juntos a Anita y Pablo, su exmarido. Y durante ese tiempo tratar de entender por qué se rompió, por qué se han separado y todo lo que les ha unido. Todo en esa casa.
Para mí, las casas tienen mucha importancia porque he vivido en las casas de mi familia: la casa de mi abuela, la casa de mi padre y mi propia casa.
La casa de mi padre es una especie de museo, no porque haya fallecido, sino porque es mucho lo que hay dentro, muy laberíntica, llena de libros, de máscaras orientales, no hay un espacio en blanco en la pared, está toda llena de cosas… Y siempre he pensado que esa casa era él realmente el dibujo del cerebro de mi padre. Y eso tiene tela.
“Un armario, el armario. Una cárcel de afectos. El cofre de un tesoro que guarda los secretos más íntimos… Saqué los recuerdos de los cajones. Desperté los vestidos dormidos. Salí de mi propio escondrijo. Y mezclé la baraja del tiempo”.
Anita está suspendida en la nada, en un tiempo que no es. En un limbo. Me gusta mucho cuando consigo escribir de un modo muy sencillo que, sin ser poesía, si tenga ese elemento poético que con dos palabras digas exactamente lo que está ocurriendo.
A veces llevamos al tinte aquello que queremos dejar limpio de rastros y otras no. Ahora que ha muerto mi padre está el tema de los olores que hemos padecido y gozado todos. El otro día, había ropa de él. Y hundí la cara en ese jersey porque sé que se va a ir y mi hermano pequeño me preguntó: pero ¿qué hacemos?, ¿cómo lo guardamos?, ¿lo metemos en una bolsa? Y le dije: eso no va a funcionar. Huélelo ahora porque se va a ir y si acaso escríbelo que es la manera de guardar la memoria.
“Atrás quedan mis libros, mis discos, mis fotos, mis gatos, mi hija. Mi juventud. Mi vida”.
Este es un libro que yo escribo en estos últimos cuatro años porque temía la muerte de mi padre. A todos nos llega ese momento de madurez donde te das cuenta de que se te van a morir y qué voy a hacer con esta orfandad. Yo llevaba ya tiempo así. Mi padre estaba bien. Como todos sabemos ha muerto por sorpresa. Nos hemos quedado todos estupefactos. Pero tenía 86 años y yo me estaba preparando para eso. Escribo este libro para exorcizar ese miedo. Para meterme de lleno en ese miedo y acaso manejarlo. Acaso. Que no lo sé.
He tenido la sensación de danzar y bailar desde mi propia butaca. Parte de mi familia han sido bailarinas de clásico y yo misma quería ser bailarina porque desde pequeña los grandes ballets me volvían loca y entonces realmente este objeto, la zapatilla roja, ha sido como una especie de fetichismo. Esa zapatilla como símbolo de tantas cosas que te lleva al infierno, que te sube al paraíso y que de todas las maneras te obliga a seguir danzando. Si no te las quitas bailas. Es decir vives.
Si no amaneciera mi padre no habría muerto. Es ese tiempo “detente”.
La música, las canciones que escuchaba siendo niña también forman parte de la vida y me quedo con “Gracias a la vida” en la versión de Joan Baez que cobra una dimensión extraordinaria y creo en eso como en una religión. Tenemos que ser agradecidos, estamos aquí. El famoso “aquí y ahora” vamos a vivirlo, vamos a disfrutarlo y además esta era la canción con la que mi padre quería ser enterrado y con la que ha sido enterrado. Por lo tanto va por él.