"¿"Bastante" es más o es menos que "mucho"?". Ante mi pregunta, mis nuevas amigas dejaron de comer pipas durante unos segundos. Teníamos doce años, era verano y estábamos en el pueblo sentadas en un banco de la plaza, cegadas por el resol.
‒Hija, Cris, eso no le importa a nadie.
Volvió a oírse el crujir de las pipas en la plaza desierta.
‒¿Y "demasiado" os parece que es más o que es menos que "mucho"? ‒continué.
Tras un breve silencio crepitante, la lideresa del grupo dio por terminada la conversación.
‒Anda, venga, vamos a tomarnos una horchata que hace un calor...
Así fue como decidí mantener en secreto mi amor por las palabras: me parecía más importante tener amigas que debatir sobre si es mejor escribir "aposta" junto o separado. Pero a cambio, cuando fuera mayor de verdad y tuviera muchísimas amigas, desataría mi secreta pasión y declararía al mundo lo mucho que me gusta nuestro idioma.
Ese es el germen del thriller ortográfico que la editorial Pie de Página ha publicado, y que ya va por la segunda edición, El increíble caso del apóstrofo infiltrado. Como me encantará que lo conozcas, te hablaré de él más adelante.
Muchos años después de aquel decepcionante mes de agosto encontré el paraíso en una redacción. Los periodistas dedicaban tiempo y tiempo a discutir sobre comas, vulgarismos, preposiciones, cursivas...
Entre ellos pasé casi toda mi vida profesional mientras compaginaba el trabajo de coordinadora de redacción con el de profesora ocasional en una escuela de escritura. Qué apasionante era escribir, corregir y enseñar a redactar.
Hay un principio del periodismo divulgativo que dice más o menos así: apáñatelas como puedas, pero escribe para que te entienda un niño de ocho años. Decidí aplicarlo en mis cursos y me puse a buscar mañas para contar con cierta gracia a mis alumnos, eso que a tantos se les atragantaba. Y nos lo pasamos bomba.
Me vine arriba, lo reconozco. Decidí crear un blog ortográfico donde volcaba mis bromitas y mis tonterías y que difundía entre los cuatro gatos que me seguían en las redes sociales. Y un día, Alberto Gómez Font, un tipo muy amable que sabe mucho de lingüística, ya que fue director del Instituto Cervantes de Rabat, me dijo: "Cris, sería una gran noticia la publicación de un libro tuyo sobre el español". Y así nació El increíble caso del apóstrofo infiltrado (Pie de página, 2021).
En esta comedia de suspense, la bien entrenada superagente Leo Ibáñez se dedica a perseguir a los infractores de las normas ortográficas. Duro trabajo el suyo como directora del Departamento de Redacción y Corrección de Textos, el RECOTE, y por el que no duda en arriesgar su vida.
Cada capítulo es una aventura en la que, entre persecuciones, amenazas, interrogaciones y huidas, Ibáñez explica una norma de ortografía. Los lectores deberán aplicarla al pasatiempo que cierra el capítulo y que, una vez resuelto, dejará al descubierto una nueva pista que ayudará a desvelar otros misterios, inesperados hasta para la propia agente.
Nuestra protagonista se empeña en acabar con los verbos usurpadores, como el infinitivo que quiere mandar como si fuera un imperativo, la explotada y a menudo forzada voz pasiva, el subjuntivo que siembra la duda, los agotadores gerundios y otro infinitivo terrible: el solitario.
La superagente da caza a los sospechosos habituales. Entre ellos, la banda del la, le lo y sus desquiciantes laísmos, leísmos y loísmos. Y a los ultracorrectores, esos hablantes que eliminan la preposición «de» pero caen en un hábito tan ilícito como el dequeísmo: el queísmo.
También persigue las faltas de concordancia, que lían los textos; las reiteraciones, que los vuelven pesados, y los prefijos escapados de la palabra a la que pertenecen. Leo se mete con los asesinos del estilo más reincidentes entre los que se encuentran las largas enumeraciones, el abuso de «el cual» y «cuyo» en todas sus variantes y las oraciones subordinadas que obligan a los lectores a hacer trabajos forzados. Sin olvidar los adverbios que manipulan la mente…
Por medio de las redadas de tildes y de las confesiones de la puntuación, todos los infractores de la lengua, cometan grandes o pequeños errores, pasan por las manos de esta amante incondicional de la ortografía.
Todo esto sucede tras la Primera Revolución Textual y su consecuente abdicación de la Real Academia Española. En este presente alternativo, las cuestiones del idioma despiertan mucho más interés que el último outfit de Kim Kardashian o las infidelidades de cualquier futbolista.
Interés que da pie a fanatismos que dividen la sociedad en dos bandos extremos: los negacionistas, quienes rechazan cualquier cambio en las normas de la lengua; y los abolicionistas, para los que, ya que la lengua es de los hablantes, cada uno debe hablar y escribir como le viene en gana.
En ese ambiente crispado, Leo Ibáñez recorre las calles de la ciudad guiada por su amor incondicional hacia una lengua en constante evolución, pero que necesita ser regulada. Su amor es el mismo que yo siento desde que descubrí que las palabras tienen una vida secreta, solo visible para personas curiosas como yo… y quizás como tú. Si eres una de las nuestras, El increíble caso del apóstrofo infiltrado te va a resultar muy divertido, te lo aseguro.
Pero ya voy a dejar de hablar de mi libro porque aunque para mí nunca es bastante, ya que yo hablaría muuuucho de él, quizás para ti es demasiado. Por eso debo seguir otra norma periodística que nos dicta que siempre hay que apañárselas para dejar a la audiencia con ganas de leer más. Aunque solo sea un poco.