Cuando empecé a escribir, lo hice sobre lo que conocía: el este de Los Ángeles. Sobre todo escribía historias y poemas desde el punto de vista de una chicana de color, cisgénero y heteronormativa. Cariñosamente conocida como East Los, este barrio latine con sus migrantes de clase trabajadora se filtraron en mis textos.
La historia spanglish, caló, mexicana, católica e indohispana se mezclaban con mis historias de amor, trauma e identidad. Pero los espacios estadounidenses blancos no podían –o no querían– hacer hueco a mis narrativas. A pesar de que yo había leído y estudiado complaciente literatura inglesa y americana durante mis años de universidad, no me encontré con la misma cortesía para con mis textos.
Parafraseando a Virginia Woolf, necesitaba un espacio literario propio. Y necesitaba llenarlo de latinas.
Sabía de la valía de las comunidades de escritoras, especialmente aquellas formadas por latinas. Mujeres que escriben, un grupo fundado por la dramaturga americana mexicana Silviana Wood, le proporcionaba a mis escritos el sustento, metafórico y literal, que necesitaban.
Este grupo de comadres estaba formado tanto por escritoras emergentes como ya consolidadas de procedencia mexicana, cubana y boliviana. Algunas eran güeras, otras prietas. Una era indígena.
No hacían falta explicaciones en este espacio de latinas. Mi lenguaje y personajes no eran sólo bienvenidos, sino que estas mujeres los alimentaban. Rotábamos las tareas de cocina para preparar fabulosas comidas para nuestros encuentros: chiles en nogada, tacos de camarón, arepas, arroz frito, judías negras con epazote, etc. Compartir comida y nuestras historias nutrió nuestros cuerpos y nuestras almas. Era un acto de comunión en un espacio de escritura sagrado.
Después de unirme a Mujeres que escriben, me matriculé en la universidad pública local como estudiante de escritura creativa. Como era de esperar, mi lenguaje híbrido y mis personajes chicanes hicieron que mis compañeros blancos pidiesen notas a pie de página, traducciones o glosarios para "ayudarles" a entender las palabras y frases de mis historias.
"Los espacios estadounidenses blancos no podían –o no querían– hacer hueco a mis narrativas"
A pesar de que todos podían acceder a Google o a sus smartphones, me dejaron claro que no harían ese esfuerzo para leer con seriedad mi trabajo. La duda se apoderó de mí. Por suerte, Mujeres que escriben me mantuvo con los pies en la tierra y centrada.
Más allá de Mujeres, las residencias de escritoras salvaron mi cordura. Uno de los pocos especialmente diseñados para escritores de color era Voices of Our Nation Arts Foundation, conocida como VONA, un taller de escritores para plumas emergentes. Las sesiones estaban dirigidas por escritores como ZZ Packer, Jimmy Santiago Baca y Cristina García. Me presenté y, para mi satisfacción, me aceptaron. Esta comunidad literaria ni cuestionó ni rechazó mis personajes y mi lenguaje.
Más tarde, yo misma recreé este tipo de espacios de apoyo cuando realicé mi máster en ficción. Como en la universidad pública, experimenté resistencia por parte de profesorado y alumnado ante mis narrativas chicanes y mis diálogos en spanglish.
"¿Por qué no hacer que esta historia sea más universal?", me dijo una de mis profesoras de máster durante un taller en su casa. Sabía lo que quería decir con "universal": haz que tu personaje sea blanco y elimina las palabras no inglesas.
La profesora, una novelista con varios galardones, estaba analizando una de mis historias cortas sobre una chicana que intenta desesperadamente aclarar su piel con cosméticos caros. Esta escritora no podía entender por qué mi protagonista –ni nadie– podría querer aclarar su piel. Este deseo racializado de güera [en mexicano, blanca y rubia] y rechazo de prieta [en mexicano, morena o negra] causado por el colonialismo internalizado durante siglos no resonaba en ella ni en ninguno de mis compañeros blancos.
Por suerte, algunos de ellos, de color, confirmaron esa dolorosa experiencia discriminatoria. Como hijas de migrantes de países colonizados como Filipinas o China, estas escritoras entendieron esta lucha traumática para retorcer nuestros cuerpos y encajar en los estándares de belleza blancos.
Estas oposiciones continuadas a entender la identidad mexicana americana y las luchas de género me frustraron. Afortunadamente, mis comadres latines de máster, incluida mi presidenta de comité, la autora chicana, Helena María Viramontes, me afianzaron.
Después de graduarme de mi máster en ficción, regresé a Los Ángeles. Fue una época marcada por la depresión debida tanto al fallecimiento de mi hermano como la falta de opciones viables para mi carrera. En este mal momento personal y profesional, Griselda Suárez, una poeta que conocí en una conferencia nacional de escritura, me invitó a unirme a Las Guayabas.
"Estas escritoras entendieron esta lucha traumática para retorcer nuestros cuerpos y encajar en los estándares de belleza blancos"
El grupo, que cogía su nombre de un guayabo que crecía al lado de la casa de una de sus miembros, Myriam Gurba, estaba compuesto por la poeta Tatiana de La Tierra y la escritora de ficción Carribean Fragoza.
Myriam, Tatiana y Griselda habían publicado varios libros. Carribean y yo estábamos trabajando en nuestros manuscritos. Nos reuníamos mensualmente para escribir. Nos apoyábamos e inspirábamos entre nosotras y nuestras propias aspiraciones. A veces participábamos en eventos literarios como el Latino Book and Family Festival anual.
Aunque Las Guayabas acabaron por separarse, todas continuamos escribiendo, publicando y resistiendo al editor blanco que devaluaba nuestro trabajo.
En 2020, Myriam cofundó #DignidadLiteraria, un movimiento social que desafiaba a la industria editorial blanca estadounidense que se resistía a publicar a voces latinas. Al año siguiente, Carribean Fragoza y yo publicamos nuestra colección de relatos cortos, Eat the Mouth That Feeds You (comer la boca que te alimenta) y Chola Salvation (salvación chola), respectivamente.
Hoy, formo parte de varias comunidades literarias, incluida Escritorx, que cofundé con mi amiga la poeta Monique Soria. Como Las Guayabas y Mujeres que escriben, consiste básicamente en un grupo de latinas que necesita un espacio seguro en armonía con sus necesidades literarias. Mis luchas a lo largo de los años han demostrado que la existencia de grupos de escritura que nutran voces auténticas son cruciales.
Necesitamos a nuestras comadres literarias no sólo para hacer comunidad, sino también para celebrarnos y, en estos tiempos de locura política, para desafiar el statu quo.
----
Y precisamente para desafiar el statu quo, Estella Gonzalez recomienda a Fatima Suarez, una estudiante de postdoctoral de la prestigiosa Universidad de Stanford. Para Gonzalez, Suarez es "una extraordinaria joven, hija de inmigrantes mexicanos, cuya experiencia en relaciones padre-hija latinas ha sido aclamada repetidas veces". Además, formó parte de mi red de apoyo chicano cuando estaba en Los Ángeles.