En los años cuarenta, Barcelona era una ciudad en reconstrucción que salía de la Guerra Civil española con los sentimientos arañados por la pobreza y las almas deterioradas por la desolación.
El color de sus calles era especial, el rumor de la gente se sentía apagado y la iluminación de sus luces estaba tan triste como empañada. ¿Es posible caminar por una ciudad con estas características en la actualidad?
Piedra a piedra
Si el viajero se fija en lo portalones de las casas, en las argollas que están sujetas a las fachadas, en las lámparas de las entradas y los patios, puede que, en un despiste, también se imagine los coches de caballos aparcados en el interior de las viviendas con los animales descansando en el abrevadero, entre la paja, los gatos y las pulgas y, un poco más adelante, distinga a los niños jugando con la peonza, entre la tierra y el polvo.
El silencio ha vuelto. Ese deseado silencio se ha instalado en las casas después de la puesta del sol, cuando la insonorización de la vida es respetada por todas las personas que conviven en una misma casa. El secreto de la noche solamente es interrumpido por el tintineo de las llaves del sereno cuando se pasea por la calle con las manos debajo de la capa por el frio y, al amanecer, una niebla baja se instala desde los tobillos hasta la punta de la nariz. ¿Volvemos al pasado? “La realidad no existe si no hay imaginación para verla”.
El pasado gris es imborrable
Con el libro de Nada entre las manos, se retrocede tanto en el tiempo que, pasear por los escenarios descritos en este fantástico libro es descubrir un cambio de registro cromático total y absoluto, y no solo por sus escenarios, si no, también, por los giros novelescos altamente dramáticos y las duras historias personales que tiznan sus páginas.
Cuando la protagonista del libro llega a la estación de Francia de Barcelona, ésta se le antoja abrumadora, rodeada de una aparente atmósfera de lujo, con olores diferentes y personas vestidas con elegantes trajes de ciudad. Es la fotografía de otro mundo. “Una masa de casas dormidas, de establecimientos cerrados, de faroles como centinelas borrachos de soledad” son su única compañía. A su espalda duerme el barrio del Borne y, situados de cara al sol, vive el resto de la ciudad.
Una casa de la que huir
Aunque la casa donde va a vivir Andrea no es un escenario que se pueda visitar físicamente en la actualidad, sí que se puede recurrir a él en la imaginación. De hecho, Carmen Laforet consiguió con su novela que, el enclave donde transcurre buena parte de su historia, se filtrara tanto en la fantasía del lector como para llegar a sentir verdadera aversión por él.
Ubicada en la calle Aribau, las paredes tiznadas de la casa familiar solicitan una mano de pintura, “los desconchados abrían sus bocas desdentadas rezumantes de humedad” y “la locura sonreía en los grifos torcidos”. La sensación de Andrea (y del lector) no mejora cuando la muchacha accede a su habitación y se encuentra con un piano desdentado que la espera entre cuadros y muebles abigarrados, una cama turca con forma de ataúd y la escasa luz de una vela consumida. Por eso, se agradece enormemente el escape de aquella casa para conocer la ciudad que revive debajo de ella.
En la actualidad, cuesta imaginarse este escenario cuando la calle Aribau de Barcelona es un lugar completamente mimetizado con la ciudad. Una avenida extensa cargada de arboleda, negocios, bares, restaurantes y su emblemática sala de cine donde los edificios, cuando los miras desde abajo, se convierten en gigantes bien conservados que sobreviven desafiantes.
Una ciudad, mil rincones por descubrir
Uno de los primeros paseos que hace la joven es del brazo de su tía Angustias, que la alecciona sobre “las calles que no debe recorrer una señorita”, y le específica, “ni por las Ramblas, ni por el barrio chino”; y uno de los primeros lugares que aparece en escena es la Universidad, a la que acude para matricularse y conoce a sus nuevos amigos.
Cuando desaparece el miedo inicial a la novedad, Andrea pasea por la noche y camina de Vía Layetana a la Plaza Urquinaona “respirando el viento negro del mar” y “sintiendo las oleadas de luces de los anuncios de colores que teñían con sus focos el ambiente”. “La Vía Layetana, tan ancha, tan grande, tan nueva, que cruzaba el corazón del barrio viejo. Entonces supe lo que deseaba: quería ver la Catedral envuelta en el encanto y el misterio de la noche”.
Las sensaciones que siente la joven bien podrían ser las de cualquier persona en la actualidad. Cuando uno se detiene delante de la Catedral de Barcelona es imposible sucumbir a esta armonía severa que derrama paz, claridad y una maravillosa y solemne arquitectura.
Después de contemplarla en soledad (y un poco más difícil, en silencio), ya se encargarán lo historiadores de desmontar el mito señalando a través de su conocimiento sus errores de construcción, pero mientras tanto, se puede disfrutar de los hechizos que penetran en el viajero durante unos minutos para continuar el trayecto por esta “ciudad gótica que naufraga entre húmedas casas contagiadas de belleza”.
Barcelona se viste en cada estación
Andrea pasea por la ciudad al ritmo de las estaciones y su recorrido varía según la época del año en la que se encuentre. En invierno, la hora más hermosa es la del medio día, “una buena hora para pasarla al sol en un parque o en la plaza de Cataluña” y, con la llegada de la primavera, hay “una alegría deshilvanada en el aire, casi tan visible como esas nubes trasparentes que a veces se enganchan en el cielo”.
A esta alegría se le suman las experiencias vividas con sus amigos, lejos de la casa de la calle Aribau e inmersa en el hallazgo de nuevas relaciones personales. Por ejemplo, con Gerardo, Andrea pasea por la calle de las Cortes hasta los jardines de la exposición, donde “multitud de flores primaverales lo invadían todo con sus llamas de colores” y de ahí, llegaron hasta Miramar para ver los reflejos del Mediterráneo en el puerto, las dársenas que salían a la superficie y los esqueletos oxidados de los buques hundidos en la guerra.
Los árboles de la calle Aribau se irritan con el aire de abril de mayo. Con el cambio climático, nosotras lo vivimos los meses de julio y agosto, cuando la ciudad de Barcelona quema sin piedad, sin embargo, bajo este clima benévolo, Andrea, conoce Santa María del Mar con su amigo Pons, que le compra un ramo de claveles rojos y blancos, y la guía hasta la calle Montcada para acudir al estudio de uno de sus amigos comunes. “Entramos por un portalón ancho donde campeaba un escudo de piedra. En el patio, un caballo comía tranquilamente”. Solo faltan los niños jugando con pantalones cortos y las lámparas de aceite iluminando la noche.
Barcelona sí tiene color
Descubrir la ciudad con Carmen Laforet es subir al Tibidabo y merendar entre colinas; trajinar por la zona del Paralelo y callejear por los mercados y las avenidas; contemplar Montjuic envuelta en la pureza de la oscuridad y vivir la noche de San Juan mirando cómo las hogueras enrojecen los cruces de las calles del centro de Barcelona; entrar con las hojas otoñales en sus húmedas melancolías y descubrir, de paso, el sabor de las lágrimas en mitad de la noche.
Con tales mimbres y reseñas, solo se puede añadir (y compartir) lo que la íntima amiga de Andrea, Ena, le dijo antes de partir la ciudad de Madrid. “Barcelona, que soberbia y rica y, sin embargo, ¡qué dura llega a ser la vida ahí!”.