La decisión de estudiar medicina surgió como una intensa emoción antes de que se plasmara en una idea de manera abrupta y descarada. Todo el proceso duró unos escasos minutos, pero decidieron mi profesión y mi existencia.
Y es que a la edad de 5 años, un mediodía de verano, mi abuela estaba en el patio despellejando un conejo que acababa de matar de un certero golpe en la nuca. Ella sabía hacerlo sin que el animal sufriese. Luego iba poniendo con delicadeza sobre la mesa las entrañas del animal y me las señalaba: “Mira, eso son los riñones y eso otro es el corazón”.
Yo observaba asombrada. Nunca había imaginado que dentro de aquel conejo, alimentado junto con otros por la alfalfa que mi abuelo sembraba en el huerto, se encerrase un desconocido tesoro. Aquello era un milagro. Por primera vez conocí como era un ser vivo por dentro y me emocioné.
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Y de pronto lo supe. Yo tenía que ser médico para conocer el misterio que encierran los seres humanos por dentro. Mi decisión no fue acogida con agrado en mi entorno familiar. Por aquel entonces había profesiones de hombres y de mujeres: la medicina en aquellos años era sin duda una profesión masculina.
Vocación médica
Me llevó tiempo comprender que lo que surgió en mi mente infantil es algo que llaman vocación: el destino de una vida, la promesa pactada antes de nacer, una misión y un propósito.
El médico de cabecera se relaciona con personas, con familias y conoce de ellas la gravedad de sus situaciones, el sufrimiento, el miedo, las emociones con las que se escriben las biografías, la risa, el llanto, la alegría cuando la familia crece pero también sabe de la agonía, el dolor y la pérdida. Se acostumbra muy temprano al sabor agridulce de la vida.
Mis pacientes me hablaban y me contaban experiencias que les estaban ocurriendo cuando se acercaban al final de sus días. Eduqué mi oído y lo situé en la posición de escuchar sin ansiedad por etiquetar o diagnosticar.
Entonces me volví a emocionar como aquel mediodía de verano en mi pueblo. ¡Qué asombrosos misterios encerraba esa etapa final! Una etapa en la que la medicina no suele entrar y se enfoca en la importante tarea de aliviar el dolor. Pero una vez controlado éste, aun queda un ser humano que está dando sus últimos pasos en esta tierra.
El proceso de morir
Comencé a reflexionar sobre las personas en este tramo final: ¿cómo se sienten? ¿Qué es lo que piensan? ¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que ven? Cada vez que me contaban lo que les sucedía en la perimuerte aumentaba mi curiosidad. Esa curiosidad que hace enfrentarnos a los miedos, nos concede el premio de la valentía y nos protege de la ignorancia.
Cuando compartían conmigo estas experiencias al final de la vida, notaba como la relación con las familias y los pacientes se estrechaba y comprendí que en esta etapa, el único consuelo es el espiritual, porque comienza a aparecer la esencia de lo que somos.
Los pacientes manifiestan a veces visiones, a veces visitas del otro lado que los acompañan y le trasmiten mensajes, instrucciones, información y consuelo. Comencé a darme cuenta que existe un proceso de morir, como existe un proceso de nacer.
El proceso de morir no se deja al azar (nada se deja al azar) sino que está bellamente diseñado. Cuando se observa al paciente con ojos, oídos y mente abiertos, se puede apreciar que el trascender es un proceso sagrado y misterioso, como el nacimiento.
Creo que nadie se acuerda de su nacimiento pero el proceso de morir lo podemos vivir con plena consciencia, sabiendo lo que nos está ocurriendo y podemos obtener paz y serenidad si logramos alcanzar dos objetivos: la aceptación de que nos toca marcharnos y la confianza total en el diseño del proceso, la confianza de que todo irá bien. La vida nos exige a menudo confianza en la misma, pasar al otro lado nos requiere lo mismo.
Aunque todos saben, en mayor o menor medida, que se están marchando, en numerosas ocasiones existe un pacto de silencio para no hacer sufrir al otro. El que se marcha no quiere ver el dolor que causa su ida en los ojos de sus seres queridos y la familia no quiere perder la esperanza y sigue luchando y resistiendo. Hasta que llega un momento en el que se cede y se acepta. Entonces aparece la ansiada paz.
Mientras tanto se ha realizado un proceso, un camino con etapas, con fases en donde unas llevan a las otras. El saber que existen estas etapas es como tener un libro de viajes al final del destino para aprender a bajarse del tren cuando llegue tu estación sin dramas ni sufrimientos inútiles. Más bien con paz y claridad mental.
Las vivencias que me han compartido tantas personas, algunas desde el desaliento, otras desde el enfado, otras desde la calma, la mayoría desde el asombro y todas desde el respeto, me impulsaron a observar, estudiar, describir y compartir con todos aquellos que en algún momento necesiten esa guía que les oriente en el camino por donde otros viajeros transitaron, contaron como era el viaje y describieron las cosas maravillosas que habían descubierto.
En el trayecto de la vida, cambiar de plano o lo que llamamos muerte, es el inicio de una nueva aventura, como lo es bajarse del tren quizás para disfrutar de una merecida estancia o tal vez para coger otro. Nunca se sabe lo que motiva al viajero a tomar una u otra decisión.