Estaba empezando a convertirme en un bicho raro a los ojos de quienes me preguntaban si había visto la serie de Asunta. Me cansé de responder que no. Me animé también para ver la interpretación de Candela Peña, en el que puede llegar a ser ‘el papel de su vida’. Luego por sorpresa me encontré otras grandes interpretaciones como la de Tristán Ulloa y Alicia Borrachero.
Me costó más decidirme porque yo estaba en ese edificio gallego de juzgados el día del veredicto. No estaba allí por ese asesinato, sino por otro caso en el que yo intervenía como abogada.
Aunque han pasado los años, nunca he olvidado aquella sensación. Parecía que el ambiente pesaba en los pasillos y en el ánimo de los periodistas, los funcionarios y hasta los guardias de seguridad. Era un grito en silencio pidiendo justicia.
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Una de las periodistas que cubrió el caso en directo fue mi amiga Cruz Morcillo. En aquellos tiempos escribió ‘El crimen de Asunta’, un libro que ha vuelto a escalar posiciones en los rankings de lo más leído en las últimas semanas.
Hemos coincidido hace poco en el programa de Sonsoles. Cuando nos sientan juntas se me viene a la cabeza el famoso bolero compuesto por Carmelo Larrea: ‘Están clavadas dos cruces en el monte del olvido…’. Anécdotas aparte, Cruz traía una exclusiva sobre el chalet de los padres de Rosario Porto.
La ‘casa de los horrores’ parece que tiene dos ofertas de compra. Una, de un médico de Santiago y la otra, agárrense que vienen curvas, la ha realizado una mujer que adquiere viviendas en las que se han cometido crímenes para alquilarlas a turistas apasionados por el ‘true crime’.
Y ahí comenzó el debate ¿Es apropiado convertir un lugar marcado por la tragedia en un sitio de ocio y espectáculo? ¿Qué mensaje enviamos al trivializar el dolor ajeno en aras del entretenimiento? ¿Alquilaríamos un lugar así por el hecho de que allí se haya cometido un espeluznante crimen? Yo no lo haría, pero si se ha convertido en un negocio implica que hay una tendencia por parte de la sociedad.
En estos tiempos de velocidad de vértigo en la que todo queda amortizado en pocas horas, el morbo y la trivialización se apoderan de los conceptos.
Hace unas semanas me llamaron de un programa del mismo género, el ‘true crime’ para pedirme que interviniera como abogada de la familia de una mujer que había sido asesinada con extrema violencia, en el que yo defendía como letrada los intereses de la familia de la víctima.
Hablé a mis clientes a los que adoro. Ese tipo de procedimientos generan unos vínculos que no se pueden describir y en este caso particular estaré rendida ante ellos el resto de mi vida por la admiración que les tengo.
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Recordemos que detrás de cada historia, cada lugar, hay vidas y sufrimientos reales. Sentí cómo se quebraban con la sola idea de que fueran a recrear su caso de manera frívola. Por supuesto, no acudí ni ellos tampoco, pero volví a ver el miedo en sus caras, el dolor y la impotencia.
Aún recuerdo el día que tuve que entrar en la casa familiar en la que se cometió aquel crimen. Fue horrible, porque ellos ya eran parte de mi vida. Recuerdo la sangre, los restos del luminol de las pruebas de la policía, el desorden y sobre todo, recuerdo el hedor, la fetidez. El asesinato es pestilente, deja un olor insoportable que se clava en los pulmones.
Y, sin embargo, estas experiencias que recuerdo con tristeza profunda contrastan con el auge de un negocio en alza en los últimos años. Existe un público ávido de experiencias inmersivas y emocionantes: el turismo en los escenarios de True Crime. Este fenómeno, que mezcla la curiosidad morbosa con el deseo de comprender la psique humana, ha generado debates sobre la ética y el respeto hacia los lugares marcados por la tragedia. Ya son un destino deseado por muchos las calles empedradas de Whitechapel, donde Jack el Destripador sembró el terror en el siglo XIX. También hasta la casa de Jon Benét Ramsey en Boulder, Colorado, donde un oscuro misterio sigue sin resolverse.
Sin embargo, detrás de la fascinación por lo macabro se esconde una pregunta fundamental: ¿dónde trazamos la línea entre la curiosidad legítima y el respeto hacia las víctimas y sus familias? Si bien es cierto que visitar estos lugares puede ofrecer una perspectiva única sobre los acontecimientos que los marcaron, también es importante recordar que detrás de cada caso hay vidas perdidas y familias destrozadas. Pero, ¿cuál es el impacto de esta tendencia en las comunidades locales y en las personas afectadas por los crímenes? Algunos argumentan que el turismo en los escenarios de True Crime puede ser una forma de mantener viva la memoria de las víctimas y generar conciencia sobre la violencia y la injusticia en nuestra sociedad. Otros, la mayoría, tememos que se trivialice el sufrimiento humano y se convierta a las víctimas en meros espectáculos para el entretenimiento de los turistas.
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Con el caso del chalet de Rosario Porto, Cruz Morcillo trajo a la palestra preguntas que todos deberíamos hacernos: ¿Es apropiado visitar estos lugares con fines turísticos, o deberíamos mostrar más respeto hacia las víctimas y sus familias? ¿Cómo podemos reconciliar nuestra fascinación por lo macabro con nuestra responsabilidad y nuestra ética? En un mundo donde la línea entre la realidad y la ficción parece cada vez más difusa, es importante recordar que detrás de cada historia de True Crime, como la palabra ‘true’ indica hay personas reales cuyas vidas fueron afectadas de manera irreversible. Al final del día, lo que realmente importa no es la oscuridad que exploramos, sino la luz que arrojamos sobre las vidas perdidas y las lecciones que podemos aprender de ellas.
Conmigo que no cuenten para un plan así. Y seguro que con la mayoría de ‘magas’ tampoco.