Mis abuelos se conocieron el 24 de febrero de 1960 en Madrid, un día lluvioso según cuentan. Victoria cumplía 16 años y para entonces Andrés ya tenía los 20. Ella acababa de llegar del pueblo porque se había trasladado a Madrid para cuidar de los hijos de un locutor de Radio Internacional. Era tímida y no le gustaba mucho la fiesta, pero aquel día se dejó convencer por otras empleadas de la casa para salir a un bar del centro.
Allí fue donde se conocieron. La tormenta y un paraguas fueron la excusa perfecta para que Andrés acompañara a Victoria a casa aquella noche. Aquel paseo ingenuo y sincero se repitió todas las veladas que le precedieron, siempre de la mano, pero siempre con discreción y decoro, pues aquello eran otros tiempos.
Fue el servicio militar obligatorio el que se interpuso entre ellos, Andrés se fue y Victoria se quedó, con mucha tristeza y pocas esperanzas. Entonces empezaron a bailar las cartas de ese amor correspondido que no paraba de crecer y que el cartero les entregaba en mano una vez a la semana durante un año entero.
Tras su regreso, mi abuelo se dio cuenta de que quería tanto a mi abuela que no pudo esperar a tener más dinero para casarse con ella. Le pidió matrimonio con un anillo de latón hecho por él mismo en la fábrica en la que trabajaba. Aunque el sí quiero pronto le tiñó el dedo anular de verde, aquella promesa ha sido capaz de perdurar hasta hoy en día intacta como el metal más valioso.
50 años casados han forjado un legado robusto y repleto de valores sobre los que sus hijos y nietas nos mantenemos ahora.
Mi abuela, como otras muchas mujeres de su generación, solo tuvo la oportunidad de trabajar dentro de una casa. Se dedicó a criar a sus hijos, y a los hijos de otros. Cocinar y guardar recetas era, no solo su punto fuerte, sino su pasión laboralmente frustrada.
Nunca llegó a cotizar en la Seguridad Social porque el trabajo doméstico nunca fue reconocido como tal. Por lo que su relación con el dinero, hasta hace no tantos años, se resumía en pedir permiso a un hombre, ya fuese su padre, hermano o marido, para poder mover o utilizar sus ahorros.
Mi madre tiene ahora 50 años, edad que le ha permitido ser protagonista y beneficiaria de una serie de cambios fundamentales para el desarrollo de su papel como mujer en la sociedad.
A diferencia de mi abuela, ella sí pudo estudiar aquello que suponía para ella una pasión. Por lo que pudo también ejercerla en consecuencia. Sin embargo, el dinero y el trabajo no fueron las únicas cosas que cambiaron para mi madre, ella adquirió el derecho a decidir libremente sobre su vida.
Dejó de ser la hija de, la hermana de o la esposa de, para convertirse en una mujer capaz e independiente. La proliferación de los medios de comunicación libres tras el régimen le permitieron el derecho a estar bien informada. Y avances político-legales como la Ley del Divorcio hicieron que se convirtiera en la dueña de las diferentes formas que podría adquirir su vida, ya fuese como mujer soltera o casada.
Ahora, mi hermana y yo somos la tercera generación de este legado de mujeres que comenzó mi abuela al conocer a mi abuelo hace más de 50 años. Vivimos en el mundo que ha resultado de todos los cambios por los que ellas tuvieron que pasar primero, andamos sobre el camino que ellas allanaron para nosotras.
Podemos elegir aquello que queremos estudiar de forma libre. Tener dicha libertad para elegir la ropa con la que queremos salir a la calle. Poder expresarnos a través de una red llamada internet que nos ofrece cientos de nuevas puertas. Y, por qué no decirlo, también podemos plantearnos si, tal vez, no queramos ser madres en un futuro, porque no pasa nada si no queremos serlo.
En definitiva, ahora yo puedo llevar las uñas pintadas de verde y cuatro pendientes en cada oreja, lo cual puede significar dos cosas: que soy más libre, o que tengo peor gusto. En lo segundo puede que mi abuela y yo tengamos opiniones distintas, pero ambas coincidiremos en que mis oportunidades han sido más diversas que las que ella tuvo. Y estoy muy agradecida por ello.
Todas somos mujeres hechas a nosotras mismas y, a la vez, todas somos mujeres hechas por otras.
Me veo en los ojos de mi abuela cuando me siento y pienso que no quiero estar quieta nunca más si con mis manos puedo ayudar a otra persona. Pensar en la incondicionalidad de su cariño y dedicación hacia los otros hace que de mayor no reconozca otra posibilidad que no sea parecerme un cuarto de la mitad a ella.
También me siento identificada con el dolor de rodillas de mi madre, pero sobre todo con su forma de seguir siempre con todo, ilesa hacia delante. Y me gusta ver a mi hermana cortándose su melena rubia en la peluquería. Porque es como la de mi abuela cuando era joven, y como la de mi madre ahora. Eso significa que seguimos creando. Seguimos creciendo.
Mi abuela siempre dice que hay que quererse con el corazón y con el alma. Hacerlo con el corazón implica la corporeidad de los actos de amor que cada día mostramos. Pero quererse con el alma abarca tanto que aún cuando no estemos, seguirán sintiendo ese cariño cerca. Y serán capaces de trasladarlo a futuras generaciones. Porque eso es lo que hacen las familias: quererse.