En su más reciente libro Cartas de Amor y Rebeldía, publicado este verano por Editorial Debate, la periodista y escritora Lydia Cacho, de origen mexicano y exiliada en España, nos entrega un rico retrato autobiográfico conformado por sus diarios de la infancia y juventud, cartas de familiares, amistades, colegas y amantes.
Durante cuarenta y siete años, la autora, ganadora de más de 55 preseas internacionales, fue documentando la historia de su país a través de la suya propia. EL ESPAÑOL publica en esta ocasión un extracto del libro, precisamente una carta enviada por la autora a su amiga, la periodista Lucía Lagunes. En ella reflexiona durante su viaje por Asia sobre una curiosa historia casi desconocida del origen de la muñeca Barbie, esa que ha sido el deleite de millones de niñas todo el mundo. La mirada de Lydia nos descubre, como en el resto de este libro, lo imprescindible y sorprendente que es conocer el origen de las cosas que moldean nuestra infancia.
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"Kyrguistán, Asia Central 15 de febrero de 2009
Mi querida Lucía:
Estoy aún en Asia central y de aquí me iré hacia Afganistán siguiendo la ruta de los vendedores de niñas. Ya te contaré más sobre este viaje, pero antes necesito platicarte lo que traigo en la cabeza desde que tomé el avión de Londres a Turquía y me leí un libro que seguramente tú entenderás.
Después de leer la reseña, me compré el libro de Jerry Openheimer: Toy Monster: The Big, Bad World of Mattel. Hay un capítulo completo sobre Barbie y al leerlo me emocioné.
Confieso que mucho antes de que mi madre me dijera: “Creo que eres feminista”, yo sentía una animadversión malsana hacia la muñeca rubia de piernas kilométricas y senos artificiosamente cercanos a las amígdalas. No, no era envidia, sino desagrado.
A los veinte años un amigo me dijo que no era buena referencia para hablar de Barbie, esto porque aseguré que era una muñeca que se les daba a las niñas para entrenarlas en el estereotipo del símbolo sexual. Me resultaba extraño ver a esa rubia nórdica en miniatura, de piel blanca rosácea, sin defectos, particularmente entregada a manos de mexicanas de piel morena y cabello castaño o negro (hablemos de mayorías que somos).
Algunas amigas me llamaron exagerada; “es solo una muñeca”, insistían. Pues treinta años después de que comencé a despotricar contra la plástica rubia despampanante y su novio castrati, un tal Ken, Openheimer publica este estupendo libro que revela los verdaderos orígenes de la aparentemente inocua Barbie doll.
Resulta que el diseñador de la Bárbara americana, Jack Ryan, era un fanático de la pornografía y los juguetes sexuales. En la década de los setenta, Ryan, quien se graduó en Yale como diseñador industrial, llevaba una vida, como diría mi abuelo paterno, licenciosa o, como diría el propio Ryan: “Era un maniático sexual con una obsesión por las rubias exóticas, de pechos voluptuosos y cuerpos despampanantes”. Su fijación por las mujeres despampanantes lo llevó a casarse, entre otras rubias, con Zsa Zsa Gabor.
Ryan era lo que los americanos llaman un womanizer y las mexicanas apodamos mujeriego empedernido. Además de ser un genio del diseño, se las arregló para convencer a los dueños de Mattel, la compañía juguetera, de que estos eran los muñecos ideales para las niñas y niños modernos.
En el libro, Stephen Gnass confiesa que cuando su amigo Jack Ryan le contó de su muñeca recién fabricada hablaba de ella como el colofón de sus perversiones sexuales. Quién lo diría, y las madres comprándoles Barbies a sus niñas…
Resulta que Ryan engañó al mundo entero, sobre todo a los propietarios de Mattel, Ruth y Elliot Handler, una pareja conservadora y protestante a quienes Barbie y Ken les parecieron tan monos que les pusieron los nombres de sus propios hijos. Según Toy Monster, el verdadero Ken Handler quedó traumatizado por las burlas del muñeco bautizado como él, sobre todo por el asunto de aparecer como asexuado y precioso. El autor asegura que el verdadero Ken murió de Sida y dentro del clóset -armario- en 1990.
Este libro me hizo respirar algo que se me atoró en la infancia, porque reivindica esta extraña sensación que durante décadas muchas feministas hemos tenido: digamos, la sospecha de que esa muñeca apela al estereotipo de la mujer objeto, de la mujer artificialmente fabricada. Tal vez por eso nunca me hizo sentido ver a una niña mexicana jugando a las barbies con sus amiguitas. Sus madres no se parecían a la muñeca plástica, ni tampoco sus amigas. Difícilmente sus tías medirían en promedio 1,85 y tendrían las piernas más largas que una modelo noruega y los senos más duros y grandes que la mujer promedio con implantes de silicona.
Pero, a fin de cuentas, ¿a qué jugaban, o juegan, las niñas mexicanas con Barbie? ¿A ser mamá? Por supuesto que no. Para fomentar la maternidad se les compran muñecos que semejan bebés tan naturales que asustan, a los que ya sabes que yo también aborrecía de niña.
Con Barbie las niñas juegan a soñar con ser una mujer artificial. Sueñan convertirse en un paradigma de mujer prácticamente inalcanzable, más allá incluso de las costosísimas cirugías plásticas. Las niñas de la generación Barbie juegan a convertirse en conejitas de Playboy, no a ser ingenieras, periodistas o presidentas. Es la generación que desarrolló una enfermedad moderna llamada anorexia.
La ironía no deja de impactarme: un hombre fascinado con los prostíbulos y que debió resistir varios tratamientos para sanar la gonorrea; un tipo embelesado con las mujeres de apariencia aniñada, núbil, que en sus propias oficinas de Mattel, mientras diseñaba a sus muñecas, recibía las llamadas de la proxeneta que le enviaba prostitutas cada vez más jóvenes en quienes se inspiraba para la creación que terminó en manos de millones de niñas del mundo.
Desde hace años, una voz interior me decía que Barbie inspiraba todo menos ganas de jugar a ser una mujer libre. Barbie invita a las niñas a jugar a Sex in the City (Sexo en Nueva York), o a la cabaretera. Estaba pensando en que si publico esto, las madres dirán: “Pero ¿qué hago, si a sus amiguitas les encanta?”, “¿puedo evitar que se maquille con el juego Barbie va a las Vegas, o que se disfrace de bailarina de tubo a los 6 o 7 años?”.
Bueno, respondería que las madres y padres están para educar, no para consentir; a veces deciden las personas adultas, otras veces decide la mercadotecnia o la niña pequeña.
Todos los juguetes son, en esencia, educativos. Enseñan a niñas y niños a seguir patrones de conducta, a descubrir ideas, a desarrollar paradigmas o a fortalecer estereotipos.
El problema con Barbie no es la muñeca hermosa en sí misma, sino lo que representa: la cultura de la nenorra bobalicona, de la mamacita manipuladora que juega a hacerse la tonta para lograr sus objetivos; esa sonrisita núbil de Marilyn Monroe que esconde a una mujer deprimida y utilizada por el poder, víctima de su propio personaje. Eso es lo que esconde el símbolo, por eso nos incomodó a tantas. Su padre lo ha confesado, la fabricó para que todos los hombres tuvieran una rubia boba y tetona en casa, para que todos los niños desearan una.
El hecho de que la muñeca más vendida de la historia sea producto de la travesura fetichista de un maniaco sexual irrefrenable no es para escandalizarse, claro... Las feministas lo dijeron desde que salió al mercado, la historia lo confirma y la realidad lo reafirma cotidianamente. Dale una espada a un niño y querrá hacer la guerra. Dale una Barbie a una niña y pensará que sin tetas no hay paraíso, enriquecerás a los dueños de Mattel y, eventualmente, a los cirujanos plásticos de la región. En fin, querida, que si crees que aquí hay un artículo para Cimac, dímelo y lo escribo.
Te mando besos,
Lydia"