La sala de espera del doctor Carlos Saiz, una clínica de decoración suntuosa y con privilegiadas vistas a la Gran Vía madrileña, está repleta de chicos con brazos torneados y chicas que combinan sus vestidos de animal print con botas militares.
Una vez dentro de la consulta, el propio especialista nos confirma que ese es el perfil medio de su clientela: gente más bien joven con un indisimulado interés por la estética; quien no se hace un peeling, se inyecta ácido hialurónico o se atiborra a nutricosméticos. Y añade el doctor –un tipo simpático, al cual se le nota que disfruta de su profesión y que, por supuesto, tiene los dientes pluscuamperfectos– que últimamente está a tope de trabajo.
Desde su agencia de prensa son más concretos: aseguran que, desde que la mascarilla anti-Covid dejó de ser obligatoria, tanto la sede de Carlos Saiz Smile en Madrid como la de Barcelona (esta última se ubica en el Paseo de Gracia, la milla de oro catalana) “han doblado la agenda”.
Y puntualizan que hay “una larga lista de espera para realizar su tratamiento estrella con microcarillas”.
Porque sí, en este centro realizan auténticas virguerías y resulta casi imposible que el resultado defraude, ya que antes de ponerse manos a la obra utilizan un “escaner facial de diagnóstico” para que el paciente pueda ver con todo detalle, de manera virtual, cómo va a quedar su boca.
Incluso resuelven los desaguisados de otros: cuentan con un láser capaz de eliminar sin efectos secundarios las carillas no deseadas.
El formidable éxito de clínicas como ésta es una prueba del auge que vive la estética dental en nuestro país. Pero, ¿de dónde viene tanta obsesión por los dientes?
Las cantantes Katy Perry y Rosalía –y, antes que ellas, Madonna– fueron de las primeras en llamar la atención sobre este punto de su rostro al decorar sus piezas dentales con una especie de joyas denominadas grills (cuyos perjuicios para la salud bucodental han subrayado algunos especialistas, por cierto).
Y ya casi no hay producto televisivo, en el que sus protagonistas no lleven los dientes tuneados: busquen en la pantalla una sola mancha de café en el esmalte.
El caso más extremo es el de la película No mires arriba, que se estrenó el año pasado y en la que Cate Blanchett, que interpreta a una presentadora de televisión, luce unos dientes más falsos que la supuesta honestidad periodística del personaje, como para remarcar todo el delirio de la trama (a modo de resumen: dos científicos alertan de la inminente colisión de un cometa contra la Tierra, mientras la humanidad pasa de ellos).
Lejos quedan aquellos tiempos en los que el diastema (o sea, tener los paletos separados) era cool y desde las revistas se aplaudía el delicioso defecto de musas como Lara Stone o Vanessa Paradis.
Hoy los jóvenes –y los no tan jóvenes– ahorran para corregir dientes que están perfectamente sanos, porque al dentista ya no se va a curar una caries sino a buscar la alineación perfecta.
La lista de clientes vip del doctor Carlos Saiz, por poner nombres al asunto, es interminable: Pilar Rubio, Sandra Barneda, Ana Milán, Iker Jiménez, Marta Torné, Lydia Valentín… En la era post-mascarilla, las carillas y los blanqueamientos dentales se han convertido en el nuevo bótox, y exhibir unos dientes como teclas de piano parece ser el nuevo símbolo del estatus social.
Ya lo adelantó la tonadillera Isabel Pantoja en aquellas imágenes que tanto le han perseguido, cuando paseaba del brazo del entonces alcalde Julián Muñoz por las calles de Marbella con un vestido tan blanco como su sonrisa: “Dientes, dientes, que eso es lo que les jode”, fue la inolvidable frase que captaron los micrófonos.
Claro que, en su caso, presumía de dientes por otros motivos y la sonrisa se le acabó congelando.