Durante los años boyantes de las revistas de moda –sector en el que he desarrollado la mayor parte de mi carrera profesional–, en cierta ocasión escuché a una compañera veterana pronunciar una frase que resumía a la perfección las incongruencias de ese mundo de desfiles, cremas a 400 euros el bote y fiestas espectaculares: “La de caviar que hay que comer para llevar las lentejas a casa…”, dijo suspirando, mientras sostenía en la mano una copa de champán en una terraza con vistas a la Torre Eiffel.
Eran tiempos en los que periodistas de belleza, editoras de moda y estilistas viajábamos a París mes sí y mes también, y todas nuestras amigas nos miraban con envidia: teníamos el trabajo soñado. Lo único que mostrábamos al mundo, por supuesto, eran las fotos de las cenas en L’Avenue (un restaurante donde los camareros te trataban fatal, pero en el que se daba la circunstancia de que todo el que pasaba por allí era guapo) y los vuelos en clase business; pero no las jornadas interminables que luego teníamos que soportar en la redacción, las luchas de egos ni los sueldos más bien exiguos. Lo nuestro, en el fondo, siempre fue un postureo de segunda fila.
En el verano de 1953, una jovencísima Sylvia Plath viajó a Nueva York para trabajar como becaria en la revista Mademoiselle, lo cual le permitió experimentar su propia dosis de bling-bling. Se alojaba en el hotel-residencia para mujeres Barbizon y desde allí acudía diariamente a las oficinas de la publicación que dirigía la mítica Betsy Talbot Blackwell, ubicadas en Madison Avenue. En su novela autobiográfica La campana de cristal, Plath relata:
“Se suponía que yo era la envidia de millares de otras universitarias quienes no deseaban otra cosa que andar tropezando en esos mismos zapatos de charol negro, número siete, que yo había comprado en Bloomingdale, a la hora del almuerzo, junto con un cinturón de charol negro y un bolso de charol negro que hacían juego. Y cuando mi fotografía apareció en la revista para la cual trabajábamos las doce –tomando martinis, con un cuerpo de vestido más bien corto confeccionado en imitación de lamé plateado, sobre una grande, enorme nube de tul blanco, en cualquiera de los Starlight Roofs, en compañía de unos cuantos jóvenes anónimos con estructura ósea de atletas norteamericanos, contratados o prestados para la ocasión–, todo el mundo debió de pensar que yo estaba en el centro de un verdadero torbellino”.
Ese torbellino que tanto le chirrió a Sylvia –al fin y al cabo, ella era un genio y aspiraba a mucho más que a recibir artículos de maquillaje gratis– fue, sin embargo, lo que cautivó a Anna Sorokin, la chica que ha inspirado la miniserie Inventing Anna. Desde que vi los nueve capítulos que conforman este producto de Netflix, vivo obsesionada con seguirle la pista a Anna (la real, no la interpretada por la actriz Julia Garner).
Me fascina su historia: nacida en 1991 en Moscú, acabó recalando en Nueva York, donde se cambió su apellido por Delvey y se hizo pasar por una rica heredera alemana. Engañó a diseñadores de moda, banqueros, multimillonarios, artistas, inversores. ¿Qué quería Anna? ¿Dinero? Sí, claro, pero eso era lo de menos. Como expresa el personaje que encarna a una de sus amigas, la recepcionista de un hotel de lujo, lo que esta estafadora deseaba, por encima de cualquier otra cosa, era alcanzar la popularidad a lo grande.
Ser famosa, tener miles de seguidores en Instagram, acumular likes, convertirse en la reina del postureo. “Se hacía selfies por todas partes”, le explica en la serie la citada amiga a la periodista que está investigando este caso, mientras le muestra una habitación de casi 2.000 dólares la noche.
El sueño de Anna Delvey (o Sorokin) de ser la más popular de los círculos elitistas se acabó esfumando porque partía de una desventaja insalvable: su pasado aristocrático era una patraña. No como el de Victoria Federica de Marichalar y Borbón, sobrina del Rey de España, invitada de honor al último desfile de Pronovias en Barcelona, fichada por una agencia de influencers, 163.000 seguidores en Instagram al cierre de esta edición y subiendo.