Uno siente cierta simpatía por esas obras pequeñitas, marginales, precarias, que parecían destinadas a pasar desapercibidas pero de repente pisan el callo de algún poderoso y tocan el testiculario al sistema: quién lo iba a decir. Esas obras que, sin ser excesivamente brillantes, dicen justo lo que alguien temía oír -aunque a penas esbozado, casi intuitivamente: se extrañan más referencias-, y por eso son legítimas. Funcionan como una diminuta provocación que acaba estallando en las manos; tienen la gracia esa de un juego infantil con el que uno acaba quemando el coche de su padre.
Es lo que ha sucedido con Hombres, os odio (Paidós), un ensayo de 80 páginas escrito por una autora francesa de 25 años llamada Pauline Harmange, que debuta en el sector con esta bofetada sin mano hacia el plantel masculino: todo un manifiesto misándrico que propone despreciar a los hombres en masa y amarlos sólo de forma excepcional -ella misma reconoce en el prólogo que está casada y que quiere a su marido-.
El diminuto tomo está arrasando gracias a Ralph Zurmély, un asesor del Ministerio de Igualdad del país galo, que propuso censurarlo por considerarlo un “ataque de odio”. Efecto Streisand para el pecho: ahora lo que comenzó siendo una tirada de 200 ejemplares va camino de convertirse en un best-seller bien molesto, con trazas de radicalidad que guiñan a la auténtica Valerie Solanas con su Manifiesto SCUM. Aunque aquí no se invita a la violencia: sólo al desapego.
"No les necesitamos"
La tesis de la escritora, en realidad, parte de una idea curiosa: a las feministas siempre se las acusa de odiar a los hombres y ellas lo niegan. Bien, Harmange dice: ¿por qué no odiarles y así disipamos toda duda? “Sí, soy feminista y odio a los hombres: si esa es tu acusación, estás en lo cierto”, parece sugerir la autora, que labró estas ideas mientras trabajaba en una ONG contra la violencia machista y los abusos sexuales.
“En la misandria yo veo una puerta de salida. Una forma de avanzar fuera del camino establecido, una forma de decir ‘no’ en cada soplo. Odiar a los hombres, como grupo social y a menudo también a nivel individual, me aporta mucha felicidad, y no sólo porque sea una vieja bruja amante de los gatos”, escribe. “Si todas nos volviéramos misándricas, podríamos armar un jaleo tan grande como maravilloso. Nos daríamos cuenta -aunque tal vez en principio nos doliera un poco- de que, en realidad, no necesitamos a los hombres”.
Ella sostiene que, al situarnos “por encima de la mirada de los hombres y de las exigencias masculinas”, podríamos desatar un “poder insospechado”: “El de revelarnos ante nosotras mismas”. Explica que la misandria no es sino un “principio de precaución”, una forma de desarrollar una “coraza” ante las ya sabidas agresiones de género. “Es de lo más natural no confiar en el primero que pasa y nos asegura que sí, que él es bueno de verdad”.
Además, se muestra altiva y chulesca: “Lo mínimo que puede hacer un hombre ante una mujer que sostiene un discurso misándrico es callar y prestar atención. Aprenderá muchas cosas y crecerá como persona (…) A ninguna mujer, especialmente si es misándrica, le apetece ver a un hombre llorar por su suerte de hombre privilegiado mientras se hace el mártir”.
No existen los aliados
Recuerda que los hombres no pueden ser feministas porque “no se van a apropiar de un término acuñado por las oprimidas”. El papel de los hombres, subraya, debe quedarse en utilizar “su poder, sus privilegios, con buen tino: vigilando a los demás miembros masculinos y a su entorno sin explicar a las mujeres cómo deben librar su lucha”. Los aliados, apunta, sólo intentan "engordar su ego o seducirnos".
¿Y su esposo: es perfecto?
En otro capítulo entona un poco el mea culpa y habla de su propia relación con su pareja: asume que él -sólo faltaría- no le pega y no la viola, que recoge los platos y es cariñoso y empático, pero plantea, ¿realmente son éstas cuestiones que celebrar? ¿Tan bajo hemos puesto el listón?
Pone la autora el acento en una cuestión interesante: en la “carga emocional” que ella lleva sobre sus hombros en su relación, esa tensión que todas las mujeres soportamos, estoicas, simplemente porque somos las que hemos aprendido a hacerlo. Ellos se dejan guiar. Por eso Pauline, a pesar de su amor -y a pesar de que valora los esfuerzos y la sensibilidad “de este hombre en concreto”-, sigue metiendo a su novio en el mismo saco que al resto de hombres.
La trampa de la heterosexualidad
Habla la autora de las mujeres a las que se les llama “malfolladas” por ser críticas con los hombres, de las mujeres a las que no se las deja llorar -porque son “demasiado emotivas”- ni enfadarse -porque “pierden la razón cuando gritan”-, mientras que la violencia de los hombres es premiada como síntoma de poderío. Habla sobre que debemos aspirar a “tener la seguridad de un hombre mediocre”.
Habla también de la “trampa de la heterosexualidad”, es decir, de los condicionantes que viven las mujeres desde niñas para “empujarlas a brazos de los hombres”, limitándolas, acorralándolas y haciéndoles perder la confianza en sí mismas, contándoles que sólo hay un camino posible para que sean felices, y ese es el matrimonio y los hijos. Ellos -como bien reflejan los héroes solitarios de la ficción o los tipos con súperpoderes- tienen alguna hazaña mayor que conseguir, algún recoveco nuevo, una aventura pendiente, pero su primera tarea jamás es el amor.
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