— Discúlpeme, es que me acaban de llamar porque un sobrino mío… — decía la pasajera con lágrimas cayendo por su rostro.
— No se preocupe señora, no es molestia.
— Mira que le dije a mi hermana que no le comprara la moto tan pronto. 20 años tenía la criatura.
Del centro de Málaga al Cementerio San Miguel, un trayecto en taxi de cinco minutos que se hicieron milenios para María José. Se acordaba perfectamente de la retahíla que le armó a su hermana cuando su hijo se sacó el carné: “¿Cómo va a tener el niño una moto ya? ¿Va a ir con la moto él solo? ¿Y si le pasa algo?”.
María José estaba en el trabajo cuando la llamó. Recuerda que le hablaba agitada, con la voz entrecortada y ahogando todas las emociones que emergían desde su garganta. Solo le dio tiempo a pronunciar una frase:
— Nena pilla un taxi corriendo para el cementerio.
Su hermana cortó la llamada sin saber que no terminó de formularla, pero para María José no hizo falta ni una sola palabra más, supo al instante que el “niño” había tenido un accidente con la moto. Salvador Báez, el taxista que la llevó, recuerda la carrera -referido por los conductores a los trayectos en taxi- como el servicio más agridulce que vivió.
Tampoco es la única historia que se conserva dentro de ese vehículo.
Salvador Báez, o Salva como lo llaman los que lo conocen en esta profesión, lleva 15 años en el sector del taxi. No fue su primer trabajo, pasó por puestos como mecánico, guardia de seguridad, transportista y otros mandaos dentro de la empresa textil de su hermano. Antes de él, su padre y sus dos hermanos trabajaron como taxista. Y con ellos sus primos Juan Antonio y José Manuel (hijos del hermano de su madre), además de Miguel (hijo de la hermana de su madre). El oficio de la conducción ha estado siempre en la sangre de su familia.
“Miguel, buenos días. ¿Cómo anda?” Salva saca la mano por fuera de la ventanilla para saludar al compañero que tenía una posición por detrás en la parada, con un movimiento más agitado de lo que la fuerza de su cuerpo podía soportar teniendo en cuenta las pocas horas de descanso. Él era su primo Miguel, el hijo de la hermana de su madre. No solo coincidían a diario en la parada, durante mucho tiempo también compartieron taxi con uno de los hermanos de Salva. Las licencias, según reconocía el taxista, siempre han sido caras y es muy complicado costearse una propia cuando eres joven, por lo que compartir el número de taxi entre conocidos es una práctica muy común cuando se empieza en este mundillo.
El primer servicio no llega hasta las 8:30 de la mañana. Si Salva a esas horas pudiera estar piropeando con el sueño, el sonido de la aplicación Taxi Málaga -dónde le notifican los servicios disponibles en función de la zona- no lo hacía posible. Será que los programadores de la plataforma sabían que los de su gremio no duermen mucho, porque el soniquete para avisarles del próximo servicio se acercaba bastante al estruendo de la alarma de emergencia del móvil.
Pi-pi-pi-pi-pi-pi-pi-pi. 8 pitidos ensordecedores fueron la entradilla de su próxima historia.
Alejandra (nombre ficticio) es técnica de educación infantil. Recoge su batín, se despide de su madre por la ventana y programa la llegada de su taxi a las 8:40 para ir a su puesto de trabajo. No siempre es Salva quien la recoge, depende del taxista que esté disponible y ocupe las primeras posiciones dentro de la parada más próxima, aunque en su caso suelen ser siempre los mismos conductores. Por la melodía que dibujan sus palabras, no es de esta ciudad. Pero debe llevar bastante tiempo viviendo aquí ya que reconoce perfectamente las calles que trazan el trayecto a su destino, incluso le indica a Salva hacia dónde tiene que ir para llegar al colegio a pesar de que él se sepa Málaga de pe a pa.
¿Será el taxi su medio de transporte favorito? Pues parece ser que sí. Hace años que confía en la compañía Unitaxi Málaga para todos sus viajes y ya casi conoce a todos los de la ciudad, incluso los siente como si fueran de su propia familia. El aprecio que muestra a este gremio es indiscutible, y el respeto con el que trata a Salva es diferenciable del resto de viandantes que ocupan un asiento en este vehículo.
A mitad de trayecto, Alejandra reaviva una anécdota que tuvo con el hijo de un taxista cercano y con su padre. Ella supo que eran parientes no por la coincidencia de sus apellidos o porque ellos se lo contaran, sino porque los dos le narraban los mismos chascarrillos familiares. Pasadas unas semanas de ese primer viaje, Alejandra volvió a coincidir con el hijo y al escuchar su voz pudo enlazarles en el mismo árbol genealógico, confirmando finalmente todas sus dudas. Desde aquel servicio, la relación entre ella y los taxistas se volvió mucho más cercana, ahora son como amigos de toda la vida.
En ese preciso instante, los ojos de Salva brillaron como el reflejo de los faros del coche sobre los charcos de agua que se creaban en el asfalto tras el rastro de los aspersores. A su mente llegaron destellos de su niñez, en los momentos en los que veía salir por la puerta a su padre para ir a trabajar y no sabía a qué hora volvería. Porque este trabajo no entiende de horarios fijos y el padre de Salva era el único sueldo del que se comía en su casa. Escuchar aquella historia le permitió imaginar cómo sería ahora su trabajo si pudiera mantener a su padre como copiloto, no solo por el orgullo que piensa que generaría en él verle en su mismo asiento, sino también para poder compartir algo más de vida juntos.
Entre historias ajenas y propias, Alejandra llegó al Centro de Educación Infantil El Globo Azul. Agradeció el buen rato con Salva y le pagó en efectivo el corto viaje hasta el colegio. No revisó el total en el taxímetro, pero tampoco sintió la necesidad de hacerlo, el valor de ese viaje no se podría pagar ni con todo el dinero del mundo.
Tras esta primera carrera vinieron unos cuantos extranjeros con dirección al aeropuerto, un periodista a una convención y otros cuatro amigos a la estación de trenes. Ya era suficiente para esa mañana, así que llegó el merecido momento de almorzar. Al fin los ojos de Salva pudieron cerrarse, aunque fuera por unas pocas horas y desgraciadamente no para poder dormir. El lugar escogido por el taxista es el mismo que el de aquellos días cuando ve que no tiene tiempo de llegar a casa y comer con su familia.
El Mesón El Cántaro es reconocido en Málaga por ser el pionero en grandes celebraciones. Cuando no se dan estas fiestas, el restaurante suele ser un núcleo de encuentro entre taxistas debido a su cercanía con el aeropuerto. El Cántaro tiene menús muy asequibles y de mucha calidad, lo que permite que sea un gran atractivo para el bolsillo de aquellos que lo visitan de diario. A Salva le gusta especialmente los días de paella y de estofado, la comida es casera y hace que se sienta como estar en casa.
Coincidió allí con uno de sus fieles compañeros de historietas, Antonio (nombre ficticio). Sobre sus labios siempre curva una sonrisa, pero en esta ocasión su rostro carecía de la felicidad a la que tiene acostumbrados a sus compañeros. Salva optó en ese momento por no ahondar demasiado en lo que pudiera haberle pasado y simplemente llamó a la camarera.
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Una sopa de picaillo, dos de rusa y dos coca colas — decía alzando la voz para poder ser entendido entre el bullicio de conversaciones.
Cinco cucharadas a la sopa hicieron falta para que emulsionara la historia por su boca, a pesar de sus intentos frustrados de aguantar la emoción por contar lo que había vivido.
Antonio recibió por la mañana un servicio para recoger a una pareja de personas mayores. Él estaba en la parada del Parque San Antonio cuando apagó el contador del taxímetro y se dirigió hacia el centro de salud del barrio El Limonar. Calcula que la edad del señor era superior a los 80 años, pero no se acordaba mucho del aspecto de este hombre ya que antes de meterse en el coche iba pendiente de la conducción. Y, una vez dentro, la distancia entre los asientos delanteros y traseros sumado a los límites visibles del espejo interior impedían hacer una descripción detallada de su nuevo cliente. Antonio solo menciona que el hombre venía con una cartera de cuero oscura y con billetes recién salidos del horno.
La Calle Cervantes era su destino. Allí el señor, antes de pagar al conductor, se bajó con mucho cuidado del vehículo para ayudar a su mujer. El caballero se veía fatigado y algo incómodo, según Antonio, porque el vehículo estaba estorbando a otros conductores y quería pagar en cuanto antes al taxista para no interrumpir el tráfico.
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Perdone, ¿no tiene alguno más pequeño?
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Qué va, acabo de sacar todo de la pensión y el cacharro solo me ha dao billetes de 50.
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No se preocupe y tenga cuidado, que con tanto dinero lo puede perder o se lo pueden robar.
A pesar del aviso, el señor la dejó en el bolsillo de la puerta. No se acordó luego de reclamarla y tampoco Antonio se dio cuenta de que la cartera era de él. Supo que estaba ahí cuando una nueva pasajera le avisó de la pérdida. Revisó su interior por si hubiera algún dato que pudiera dirigirle hacia su dueño y lo único que había dentro de ella era su tarjeta de identificación -lo que permitió a Antonio saber que el señor se llamaba Ignacio y rastrear el historial de servicios-, más de 1.000 euros en metálico y una fotografía en color sepia.
Al cabo de varias horas, a Antonio le volvió a llegar una llamada. El remitente no era un simple número desconocido, era Ignacio suplicándole porque el taxista le devolviera su cartera. Llegó incluso a ofrecerle que él mismo le pagaba la carrera a su casa con el único objetivo de volver a tener en sus manos sus pertenencias personales. El taxista supuso que la angustia del cliente se originaba en la cantidad de dinero que esta guardaba. Sin embargo, la pérdida no era monetaria, sino sentimental. Y el luto no era al dinero sino al único recuerdo que preservaba de su difunta hermana, una imagen en la que salían ellos dos juntos cuando eran dos musuelos.
Salva se emocionó de nuevo al escuchar la historia. No siempre se acuerda de que, en cierto modo, los taxistas además de conductores también son superhéroes, psicólogos o un fiel amigo. Acompañantes de anécdotas efímeras que al mismo tiempo son trascendentes en la vida de aquellos que ponen su piel en la carrocería. Ellos habrán podido experimentar todo tipo de vivencias dentro de sus vehículos, pero eso no los ha llevado a convertirse en muñecos de hojalata. Se siguen emocionando como el primer día.
Los dos taxistas pagaron el menú y se fueron directos al coche para “seguir con la faena”. El resto de la jornada, Salva las pasó sentado en su asiento esperando a una nueva historia. No llegaron más. Hizo el último recuento del día y no alcanzó sus aspiraciones económicas de una jornada de más de 8 horas de trabajo. Pero eso no le apenó, porque sabía que en ese día había conseguido lo que en otros oficios no se puede ganar ni en miles de años. Ganó en recuerdos. En la gratificación de poder conservar viajes físicos y emocionales que se mantienen perennes en la mente de aquellos que se sientan dentro de un taxi.
Viajes que van directos al corazón.
María Ríos es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.