Manolo, que ya tiene 84 años, se hace el valiente. No teme quedarse solo en el pueblo, porque él ya lo está. Con recuerdos cayendo de sus ojos, la voz entrecortada con cuchillos y una cuerda atada en el estómago dice que no le tiene miedo a nada porque su Extraordinaria —así es como él se refiere a su mujer— ya se fue. Se fue de su casa, del municipio y de la vida. Murió hace una eternidad para Manolo, y tres años para el resto de personas.
La ciudad del arte de Pablo Picasso y la valentía de Victoria Kent no para de crecer, ni tampoco de vivir. Pero su corazón pide ayuda, necesita un marcapasos. Y lo necesita rápido. Los pueblos del interior desean cada noche antes de dormir tener la vida que tiene la costa, porque no es justa su pena, ya que los dos disfrutan del mismo sol.
El Lorenzo ardiente impropio del mes de enero alumbra todos los rincones de Salares. Calles blancas y empinadas. Destellos azules. Riqueza mudéjar. Escaleras que llegan al cielo. Tranquilidad y trino de los pájaros. Muy pocos son los afortunados que disfrutan de esta paz, de este regalo. Solo hay 175 almas que dan vida a este lugar. 175 almas que se mantienen vivas para que este pueblo no muera.
La mayoría de vecinos del municipio más desolado de Málaga, excepto Manolo, cuentan entre suspiros y con impotencia que sí les aterra la despoblación. Les da pavor levantarse por la mañana y ver que hay colgado un nuevo cartel de se vende, otra vela encendida en el tanatorio y ninguna cigüeña sobrevolando los tejados con un bebé llorando en su pico.
Pero Salares no es el único pueblo de Málaga que sufre esta enfermedad. Benadalid, Júzcar, Cartajima, Faraján, Parauta, Pujerra, Alfarnatejo, Genalguacil, Árchez, Benalauría, Benarrabá y Serrato, destacan por su escasez de vida. Pero no son los únicos, la lista sigue. Todos ellos tienen algo en común, todos ellos luchan a diario contra el mismo problema: la despoblación.
Casi todas las personas que viven en estas villas usan bastón, sombrero, gafas, dentadura y los más atrevidos, hasta sonotones. Se levantan antes que los gallos y se quedan dormidos viendo Juan y Medio. Salen solos a hacer mandaos pero al doblar la esquina ya se encuentran con los que están estirando las piernas. Les encanta que le den palique y contar anécdotas, poner motes y sacar la silla en verano para disfrutar de la fresca.
Los hijos, que ya son mayores, se marcharon a la ciudad en busca de algo que no fueran ni ladrillos ni limones. Dejando a sus padres y a sus tierras sin relevo de generaciones. Los nietos ya nacen y crecen en el centro, y esto provoca que las escuelas de los municipios del interior estén vacías y desamparadas. Si la despoblación fuera una diana, los colegios rurales agrupados serían el centro.
Carmen es una vecina de Salares desde la cuna. En la mano sujeta su recado de la farmacia y lleva la vestimenta perfecta para ir de ruta por los alrededores de esta villa. No es tan mayor como sus vecinos, si dios quiere, aún le queda media vida. Pero ella tiene ojos, mira, observa, percata y presencia lo que le depara al pueblo; los males que se le avecinan si no llegan familias con niños para reanimar el corazón del interior. Apenada y mirando al suelo dice que verdaderamente está preocupada. A Carmen le inquieta cada vez más la escasez de pequeños en la escuela.
El CPR Almijara es el colegio de Salares, pero también es el de Árchez, Canillas de Albaida, Corumbela, Sayalonga y Sedella. Un mismo centro que tiene seis sedes repartidas por cinco municipios y una pedanía, para que 180 alumnos puedan recibir su dosis de aprendizaje diarias. Cargar su cuerpo de educación. Desbloquear herramientas para construir su futuro.
En la sede unitaria de Salares, enseña, disfruta y aprende la profesora Paula Férnandez, maestra de vocación, de las de verdad. Fernández no es novata aquí. La L de maestra en colegios agrupados la consiguió hace tres años. Por h o por b, tuvo que decir adiós. Pero ese adiós se convirtió en un hasta luego, porque Paula ha vuelto este nuevo curso escolar. Todo el mundo vuelve donde fue feliz. Y adentrarse en esta aventura le enriquece como persona y docente.
Ya son las nueve de la mañana, y como en cualquier colegio, es hora de empezar las clases. Pero esta no es una escuela cualquiera. Aquí no hay ruido, no sirven las excusas de llegar tarde por atasco, no hay prisa ni tampoco alboroto. Lo que sí hay son diez caras sonrientes, de diferentes edades y alturas, subiendo las escaleras de la entrada con una dirección única. Todos caminan hacia el mismo sitio. Van a su aula, al espacio que todos comparten, su segundo hogar en Salares.
Los diez son compañeros de clase por la mañana y de parque por la tarde. Son los únicos niños en el colegio, la supervivencia del pueblo. Ya en el aula, los más pequeños se sientan en su mesa y los mayores en la suya. Unos se ponen a colorear y otros a sumar con llevadas. Todos están juntos, pero no revueltos.
Cuando la profesora Paula fue a la universidad, le enseñaron mucho, casi de todo. De todo menos cómo afrontar un aula unitaria. No le explicaron lo que hacer cuando diez niños de diferentes edades y necesidades te reclaman a la vez algo distinto. Uno quiere que juegues con él a construir un castillo con piezas de Lego y otra te pide que le expliques de nuevo el análisis sintáctico de una frase.
Fernández tiene niños desde infantil hasta sexto de primaria, todos ubicados en el mismo espacio-tiempo. Aún sin haber recibido la teoría de cómo se apacigua una clase así, a la hora de la práctica, lo hace con soltura. Cuando una maestra lo es por vocación no existe reto que no pueda superar. Es un trabajo muy duro, complejo y sacrificado, pero para Paula, también es gratificante y especial. La parte positiva de la balanza siempre es la que se inclina primero.
Estudiar y crecer en pleno Parque Natural de las Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama es un lujo. Para los niños es algo beneficioso. Pero el precio de este privilegio es que no pueden socializar con sus iguales, porque no tienen compañeros de la misma edad. Son los que son. Hay los que hay. Al ser tres gatos forman una unión especial, son como una pequeña gran familia. Todos aprenden de todos, incluida su mentora.
Colegio rural no es sinónimo de colegio precario. Al igual que vivir en un pueblo no te hace ser analfabeto. Ellos tienen todo lo que necesitan para construir su futuro, recursos tanto tangibles como intangibles. Desde pizarra digital hasta mucho amor y conocimiento de su profesora. A veces, teniendo una buena maestra que te acompañe, el resto de recursos se quedan en adornos.
Paula es la encargada de decirle hola y adiós a la escuela. Casi siempre es la única adulta, lo que le impide tener un poco de apoyo por sus iguales. Pero en algunas horas de la semana, suele tener visita. Fernández recibe con gusto a los profesores de carretera, o como verdaderamente se llaman, los profesores itinerantes. Docentes que van de aquí para allá, de una sede a otra para dar clases especializadas. Pasan el día entre el coche y el aula. Hacen más horas que un camionero.
Es normal que a la vecina Carmen le inquiete pensar en el futuro del colegio, porque su sobrino, que cumplirá dos años en julio, es el último niño que ha visto nacer Salares. Paula Fernández cuenta que ese es el principal desafío, ya que dentro de unos años no se prevén más incorporaciones de niños en el aula. Los mayores se irán al instituto para continuar su camino y si no hay compañeros de equipo en el banquillo para el cambio, la escuela tendrá que cerrar sus puertas. Puertas que hasta día de hoy nunca se han cerrado y se han mantenido abiertas contra huracán y tsunami.
A 173 kilómetros del CPR Almijara se encuentra el CPR Alto Genal, el colegio de Alpandeire, Cartajima, Faraján, Júzcar, Parauta y Pujerra. La suma de las sedes de cada municipio es de 64 alumnos. 64 personitas que luchan cada día por seguir manteniendo una educación digna en sus municipios.
El que se encarga de que el barco no se hunda es José Antonio Sánchez. Llegó de rebote y se acabó enamorando. Él era maestro provisional, pasaba sus días de aquí para allá sintiéndose de ninguna parte. No podía hacer su nido tranquilo porque de un día para el otro le llamaban y tenía que dejar todo para volar a otro lugar, un simple forastero. Un día, animado por un amigo y por vivir una experiencia nueva, acepta el puesto de trabajo en CPR Alto Genal, con la suerte de que hubo un cambio directivo. De profesor pasó también a ser secretario y de secretario a ser el director del centro. El capitán del navío.
José Antonio cuenta que los niños tienen una educación individualizada. Que estudiar allí es como estar en una clase particular. Los niños, los tripulantes de la nave, aprenden de sus iguales diferentes. Se ayudan, se respetan, se cuidan, se apoyan. Todos juntos disfrutan de sus días, creando memorias imborrables.
El director, narra que, para curarse de la despoblación los ayuntamientos dan facilidades a las familias. Ofrecen trabajo, casas o alquileres asequibles a las personas que se muden con niños. El ayuntamiento recibió miles de solicitudes a tal regalo. Pero es un proceso lento. Otro problema de ser colegio unitario es que no pueden hacer proyectos a largo plazo, pues no tienen estabilización del profesorado. Además, la nueva normativa tampoco deja dormir al director Sánchez. “Pero los desafíos van cambiando”, dice Antonio Sánchez con un tono risueño, para así dar un poco de positividad al asunto.
Hace catorce años, Ángeles Merino, natural de Yunquera, se preparaba cada mañana y cogía su coche rumbo a Cartajima. Hacía a diario una hora y dos minutos de ida; y una hora y dos minutos de vuelta. Aunque por culpa de las temibles curvas y la estrechez de la carretera, parecía que el reloj se paraba y que tardaba el doble. Ella era profesora en el CPR Alto Genal, en la sede de Cartajima. Allí solo estuvo 24 meses, seis trimestres, dos años. Aunque ya ha pasado más de una década, el panorama, la situación, la escena, es la misma. Cada año se repite la misma película. Con spoiler incluido.
Antonio Sánchez, el director del colegio, dice que en estos momentos solo hay siete alumnos en la sede de Cartajima. El primer año que estuvo Ángeles Merino, allá por el 2010, tuvo 12 estudiantes. Todo un logro. Una victoria. Pero al año siguiente, seis de ellos tomaron rumbos distintos, dejando Cartajima con media docena de niños para afrontar el próximo curso escolar.
Ella era profesora itineraria. Se tiró años vagando de colegio en colegio, tanto rurales como urbanos. Algunos más conflictivos que otros. Y por eso, Merino, creía que ya lo había visto todo. Que ya era una maestra todoterreno.
Pero cuando llegó a Cartajima recibió el aprendizaje que le faltaba. El golpe de realidad no le dolió mucho. Allí se convirtió en una profesora de las valientes, así es como llaman entre los docentes a los que trabajan en un agrupado. A los que son capaces de aguantar la tormenta mientras esperan la calma. Porque la calma siempre llega. La calma viene cuando después de lanzarse a la piscina de la clase unitaria sin saber nadar, los niños van como socorristas a su rescate. Ángeles dice que el primer mes fue el de prueba, el de aclimatación, el de acierto y error. Luego todo fluye. Llega la paz, la costumbre. Lo desconocido se vuelve conocido, la incertidumbre en zona de confort. El campo de batalla en un campo de violetas.
Ella tenía a sus seis niños y sus seis niños la tenían a ella. Marcos iba a infantil, Julia Hansen y Jaime a cuarto de primaria, Olivia Hansen y Carlos a quinto y Bernardo a sexto. Seis niños con diferentes circunstancias, necesidades y experiencias, compartían clase y vida. Algunos diagnosticados con TDAH, unos con autismo y otros con altas capacidades, pero nada de eso impidió que fuera una clase donde se respirase armonía y hermandad diaria.
Estar sola en un colegio es una responsabilidad muy grande. Llega la hora del recreo y Jaime, de cuarto de primaria, se cae en el patio. La sangre sale por su frente, las lágrimas por sus ojos y los gritos por su boca. Necesita ir a un médico para ponerse puntos, y el más cercano está a 20 minutos en coche. Por suerte, había un profesor de carretera dando una especialidad y este pudo quedarse a cargo de los niños mientras Ángeles iba al hospital. ¿Pero, y si no hubiera habido nadie? La maestra Merino tuvo que asimilar que era ella contra todo. Que era el paracaídas, el bote, la colchoneta, el airbag de los niños, y de ella misma.
En la actualidad, la profesora Ángeles Merino mira atrás y está feliz de haber podido vivir y compartir esa experiencia con esos niños. Se ríe cada vez que recuerda cuando sus tres mayores de sexto, en el primer año que ella estuvo allí, se colaron por la tarde en el colegio para robar un examen. Una de las madres daba clase de catequesis en el centro escolar y su hija le quitó la llave. Al día siguiente, Ángeles encontró las pruebas del delito en la fotocopiadora. También se estremece cuando recuerda que en el día de la familia ayudó a Julia y Olivia Hansen a afrontar la muerte de su padre.
Recibir los primeros estudios en un colegio rural no te corta las alas para seguir luchando por un buen futuro. Eso no depende solo de la educación que recibas en clase, sino de la que te enseñen en casa. Las hermanas Julia y Olivia Hansen, siguieron estudiando, hicieron carreras, pero no solo académicas, sino literales. Las dos son campeonas de atletismo de Andalucía. Bernardo no siguió estudiando y decidió dedicarse al campo y a la caza. Y nadie es mejor o peor, cada uno lucha por sus aspiraciones y sueños, tanto personales como profesionales. Todo eso no depende de en qué escuela estudies. Depende de cada persona, de sus metas, de su constancia, valentía, esfuerzo y pasión.
A 88,6 kilómetros de distancia se encuentra Mariana Pineda, no la heroína de la libertad que dijo "nunca una palabra indiscreta escapará de mis labios", sino el colegio rural agrupado con el que comparte nombre en su honor.
Mariana Pineda no se encuentra en ninguno de los pueblos más desérticos y solitarios de Málaga. Mariana vive en Zalea, una pedanía que tiene 892 habitantes. Aunque aquí vivan 717 personas más que en Salares, en este lugar, se respira la misma poca vida.
El virus de la despoblación se extiende por Málaga. Zalea es el ejemplo de las terribles consecuencias de este fenómeno demográfico. Hay bastantes personas para poder tener una escuela rural sin agrupar, pero es que, la mayoría de zaleanos, tienen edad de ir a jugar al dominó al hogar del jubilao y no de ir a clase de matemáticas para aprender a dividir.
Miriam, Rocío y Lucía cuando tenían tres años empezaron el colegio como cualquier otro niño, sin ser conscientes de que sus siete compañeros con los que compartían plastilina, juegos y aprendizajes les llevaban un año de ventaja. Para ellas tres, todo era nuevo. Era la primera vez que veían esa aula, a la seño Loli y a esos niños. Mientras que para el resto, era un reencuentro con lo bueno conocido.
Lucía se despidió muy pronto de sus nuevos amigos y profesores porque aunque ella no notara nada raro, sus padres se dieron cuenta de que no era una situación corriente. Rocío, aunque tardó unos años más en despedirse, también lo hizo. Y Miriam acabaría sin ningún compañero que compartiera su edad, su ritmo, su curso correspondiente.
Al tener un poco más de conciencia y razonamiento, Miriam se dio cuenta de que Rocío y ella eran las únicas niñas del 2002 que había en su clase, en toda la escuela y en Zalea entera. Las dos eran su propia tribu. Al estar viviendo la misma situación, sentían apoyo mutuo. Cada año iban un curso adelantado al que les correspondía. Los trimestres y los veranos pasaban y pasaban, hasta que algo cambió el rumbo de la vida académica de Miriam. Llegó cuarto de primaria, Rocío se despidió, se fue. Se cambia de colegio. Se muda de clase.
Comenzó el año más agobiante que ha vivido Miriam. El caos llegó a su culmen, a la cúspide. Las horas corrían a la par que lo hacía la pobre Miriam por los pasillos para llegar a sus clases. Había clases de quinto y de tercero y ella estaba en medio. Iba a las dos. Cuarto de primaria, que era su curso real, no existía ese año en Mariana Pineda. A consecuencia de estar dividida en dos, ella sentía que no era parte de ningún grupo, que no pertenecía a nadie.
Su madre, María del Mar, vio a Miriam devastada, cansada, derrotada, no podía estar todos los días de aquí para allá. Eso tenía que terminar. Ahí fue cuando decidió que su hija debía cambiar de colegio. Pero su proceso fue más fácil que el de su amiga Rocío, porque Miriam ya la tenía a ella en la nueva escuela. Simplemente fue llegar y sentarse con Rocío y sus nuevos amigos.
A nivel de aprendizaje, Miriam relata que puede que tenga trastornos al dar unas cosas y otras no. “Si el proceso es uno, dos y tres, yo solo di el uno y el tres, saltando el dos”, dice Miriam con una sonrisa, sin que el recuerdo le duela. Pero a la larga, cuenta, que vivir esto no le ha afectado en nada y le ha marcado para bien su educación. Ha sido algo especial que le hace ser quien es ahora. No todo el mundo puede decir que ha estado en dos clases a la vez. A pesar del caos y el alboroto de horarios y asignaturas, ella era feliz. Los profesores le ayudaron mucho y los compañeros la trataban como una más.
Aunque cuando cambió de colegio extrañase su antigua vorágine, cuando conoció a su nueva tribu, por fin sintió que estaba donde debía estar.
Los niños son la vida de los pueblos. Su esperanza, su bote salvavidas. Sin esos pequeños no habrían colegios y un municipio sin enseñanza es como un escritor sin su pluma. Los jóvenes junto con las escuelas son la piedra angular de las villas, son la piedra angular de todo. Hay que luchar contra la despoblación, porque ver un pueblo sin colegio duele tanto como ver a Manolo dando un paseo sin su extraordinaria mujer.
Jazmine García es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.