El sol calienta a todo aquel que se atreve a poner un pie en la calle y te hace plantearte seriamente que ponerte, ¿una chaqueta o un bañador? De camino a la protectora, que está a las afueras de Mijas, hay un hospital veterinario, otra asociación de perros y una protectora de gatos. Desde lejos se escucha el presagio de lo que espera dentro, ladridos y lloriqueos de los animales.
Unas letras ‘PAD’, pintadas en negro sobre un fondo mostaza, en la fachada de la protectora, indican que es el lugar. No llueve, pero el agua cae a borbotones por debajo de la puerta. Es Inma, que está limpiando el suelo, con agua y lejía. La voluntaria lleva ayudando casi los mismos años que la protectora existiendo. PAD fue inaugurada en 1997 cuando un grupo de jubilados ingleses, amantes de los perros, decidieron reunirse para dar un hogar a aquellos ‘peluditos’ que no lo tenían. Hoy alberga unos 40 perros. Desde entonces se financian como pueden, a través de iniciativas, donaciones y voluntarios.
– Hay un hombre inglés que tiene un bar y hace unos ‘quiz’ de esos para recaudar dinero y a lo mejor saca 300 o 400 euros. Y lo dona todo íntegro para la protectora. – comenta Inma mientras prepara el pienso para los perros.
Por cada jaula hay dos canes, más o menos de la misma altura y tamaño. Tienen dos camas con sus respectivas mantas calentitas (seguramente proveniente de las donaciones que reciben), agua y un plato de pienso cada uno. Las rejas son de color verde jardín y las paredes exteriores de color amarillo mostaza. En cada una de las jaulas hay escrito con azulejos uno o dos nombres que corresponden a los primeros perros que pasaron por la protectora.
Inma tiene dos perros, los dos adoptados. Uno de ellos lo rescató de un hombre que tenía el síndrome de Noé. Es una enfermedad que conduce a las personas que la padecen a acumular animales, en este caso perros. El Yorkshire que acogió en su casa llegó siendo “una bola y no de pelo, sino de mierda”, detalla Inma. El animal había tenido rotas la cadera y la mandíbula a causa de las patadas que le propinaba el antiguo dueño.
– Cuando mi marido pasaba por al lado de la perra ella se hacía una bolita esperando la patada. – cuenta Inma, mientras repasa el control de medicación de los perros.
Al entrar, dos perros que estaban por allí se animan a saludar, Trixie un animal muy grande de color blanco y negro con el pelo largo y otro más pequeño, de color marrón que podría pasar por un cacahuete, también quiere presentarse. Al otro lado de las verjas, los perros ladran queriendo llamar la atención.
En las jaulas, un cartel plastificado y fijado a la reja con una brida, indica quien se encuentra en su interior. Perla, es una grandullona un poco tímida, con apariencia de un oso polar amoroso. La encontraron sola, con una cadena al cuello, y con las ubres aún dilatadas después de haber pasado un parto. Fue abandonada cerca de un antiguo establo, donde se refugió. Su belleza la hizo conocida entre los vecinos del pueblo que la abastecieron de agua y comida hasta que la trajeron a la protectora para buscarle un nuevo hogar.
En el lugar donde los voluntarios hacen el papeleo hay más perros que personas. El despacho está dominado por ellos y tienen para su descanso una cama y dos sofás. En cambio, para la persona voluntaria únicamente hay una silla detrás de un pequeño escritorio. Se puede deducir quienes son los protagonistas del sitio.
– El proceso para adoptar es como el de adoptar a un niño. Tener un perro no puede ser solo capricho, hay que tener paciencia y el espacio suficiente. – asegura Inma, mientras mira con cariño a los caninos.
Alguno de los perros que son adoptados, pasado un tiempo son devueltos por sus nuevas familias. Es el caso de Pepsi. Al cachorro lo adoptó una familia, pero debido a la intensidad y algunos destrozos en el hogar, propios de la adaptación y la edad, lo trajeron de vuelta a la protectora. Falta de paciencia quizás. El nombre del canino tiene origen en su historia. Al cachorro lo encontraron junto a su hermana dentro de una caja de refrescos en la puerta de un supermercado de Mijas, por ello les asignaron los nombres de Pepsi y Fanta.
Sobre uno de los sofás del pequeño despacho se encuentran dos hermanos, Candela y Erik, ambos podencos. Eran perros de un cazador que los usaba para criar, cuando no les sirvió más, los abandonó a su suerte. Ambos perros tienen la misma marca en el hocico provocada por los intentos desesperados por salir de la diminuta jaula en la que su antiguo dueño los encerraba.
– Aquí viven como reyes, pero serían más felices en un hogar. – comenta María, mientras apunta con letra redonda los nombres de los perros en unos recuadros.
María, voluntaria en el centro, es auxiliar veterinaria, además de la encargada de suministrar los medicamentos a los perros que lo necesitan. Aunque cuando hay un problema grave, éstos son llevados de inmediato al hospital veterinario. Por otro lado, estos canes salen del refugio con chip, pasaporte, tres vacunas de la rabia, tres de otras enfermedades, desparasitados y castrados. Para hacer frente a todos estos gastos, cuando adoptas a uno de estos perros debes abonar 230 euros, para que cuando se marche con su nueva familia pueda entrar en su lugar algún otro que lo necesite.
Dentro del despacho, tras una cristalera, hay tres jaulas individuales. Estas son para perros que necesitan estar solos por algún motivo. En una de ellas, hay un podenco, Paquita, o cómo la llama María, Francisquita. Está acurrucada sobre sí misma y mira aterrorizada a todo aquel que se acerca. Se la encontraron en el campo, sola, asustada y con cuatro cachorros, el paradero de uno de ellos se desconoce, los otros tres están en casas de acogida.
– Paquita está muy asustada, cuando estaba con otro perro en la jaula ni siquiera comía, ahora solo come cuando nos vamos y apagamos la luz. – afirma María que la mira con ojos de tristeza.
En otra jaula individual hay un bretón español con manchas marrones y blancas. Es Lupo, está tumbado roncando.
– Lupo vive como un marqués, pero de los guarros, cuando termina de comer se tira un eructo que llega hasta el despacho. – dice Inma entre risas mientras su hija le da la razón asintiendo con la cabeza.
Una familia con dos hijos entra al refugio buscando un tercer hijo peludo. No son partidarios de pagar por una ‘criatura’. Pero tienen varios inconvenientes que no les facilitarán la búsqueda, quieren un perro pequeño, ya que viven en un piso, que no provoque la alergia de su hijo y que sea un cachorro. La familia se pasea por el refugio buscando al que podría ser su nuevo amigo, pero no les convence ninguno. La mayoría de perros de los refugios son adultos grandes o pequeños, pero con mucho amor y cariño que dar.
– ¿Entraron ayer lactantes? – pregunta María mirando a su madre.
– Sí, seis, con el cordón aún, se los encontraron en una caja de cartón en la basura. – la cara de Inma cambia, se entristece.
Aparte de adultos, también entran a la protectora cachorros, aunque resultan ser la minoría. Estos cachorros estarán en casas de acogidas hasta que cumplan un mes o encuentren una familia.
– Umm…– resopla una de las perras de color gris que está en el sofá sobre una manta verde.
– Umm, to’ el santo día umm, ¡Será que vives estresada, vaya! – dice Inma mientras hace aspavientos con las manos. Su hija María se ríe.
La labor de esta protectora no es solo la de rescatar perros abandonados en la calle y contenedores. También les dan una segunda vida a aquellos que se encuentran en el corredor de la muerte. Muchos perros mayores cuyos dueños dejan en perreras municipales son sacrificados. Esto ocurre debido a la masificación de animales existente en las perreras y a la avanzada edad de alguno de estos. En ellas, conviven hasta siete u ocho en una jaula y teniendo un único plato de comida para todos. El más ‘avispado’ es el que más come.
Perros como Lucas, mayor y con un problema en la espina dorsal sin cura y con medicación para el corazón de por vida, son abandonados en las perreras. Su dueño ingresó en un asilo y nadie de su familia quiso hacerse cargo de él. El animal estaba en la perrera, sentado en una esquina, temblando y muerto de miedo. Su edad, 9 años, y su gran tamaño hubiese hecho que lo sacrificasen o pasase el resto de su vida en una jaula.
En la reja de cada jaula una pinza de color indica si estos han salido de paseo con algún voluntario o no. La asociación ofrece a todo el que quiera la posibilidad de ayudar a la protectora sacando a pasear a los caninos.
Una pareja joven entra en la protectora. Quiere ayudar dándole un paseo a alguno de los perros. Son primerizos, así que necesitan una hoja de voluntarios y muchas ganas de colaborar.
– ¿A quién pueden pasear estos muchachos que no dé mucha guerra? – pregunta Inma a su hija que ordena las correas.
– A la secretaria. ¡Pero cuidado que ella decide donde ir y cuando volver! ¡Eh! –señala con su dedo María mientras mira a la pareja.
Trixie, alias la secretaria, es una hembra de color blanco con manchas negras, de tamaño considerable. La llaman así, porque se pasa el día fuera de su jaula, paseando a sus anchas por el recinto. Trixie era la perra de un indigente que cuando murió se quedó sola y acabó en la perrera municipal. La protectora la sacó de allí, debido a su estado de salud: tenía la cola pelada, pesaba el doble y era mayor. De no haber sido así la habrían sacrificado.
Llegó el momento. La secretaria abandona la protectora, preparada para su paseo diario. Camina despacio mientras mueve el rabo tímidamente. Disfruta de los detalles, huele y contempla todo aquello que se cruza, ya sea un poco de césped o una mariposa. Pasados unos diez minutos de disfrute, Trixie se para en seco y da media vuelta, es hora de volver al que esperemos que sea su hogar provisional, hasta que llegue una segunda oportunidad.
Chloé Celine Capitolino Chuzeville es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.