La publicidad turística e institucional de la provincia de Málaga lo deja bien claro: esta es una tierra de pueblos blancos, de casas limpias (con permiso de la calima) y donde, hasta hace bien poco, podíamos cantar ese temazo de Los Inhumanos que es Manué, no te arrime a la paré (que te va a llenar de cal, de cal, de cal).
Pueblos blancos (menos Júzcar, que decidió ser azul pitufo) gracias al milagro de la cal que, desde tiempos antiguos, se viene usando como conglomerante en las edificaciones y, sobre todo, para pintar muros.
Pero ¿cuándo fue la última vez que usted fue a su pueblo y vio a una anciana dar la millonésima capa de cal a una fachada? Si lo pensamos, las paredes de algunas casas de las localidades más tradicionales puede que sólo sean de cal, que detrás de tantos años de brochazos y brochazos ya no quede piedra ni ladrillo. (Al hilo de esto, me van a permitir un apunte personal y una indiscreción: según relata mi hermana Isabel, uno de sus recuerdos más queridos es de cuando, siendo una niña, nuestra abuela Paca le daba una pequeña brochita para que blanqueara junto a ella. Puede que su hija Aurora lo haga algún día con nuestra madre).
El caso es que el uso de la cal se está perdiendo a favor de pinturas industriales y ya es raro ver a los niños malajes descascarillando una pared con el consabido griterío que ello conlleva. Sin embargo, todavía hay lugares donde podemos encontrar rincones que parecen sacados del pasado, como se aprecia en este tuit en el que el usuario Selu nos recuerda que no tenemos que irnos a Grecia para celebrar una tradición que, por mucho que nos pese, está por desaparecer.
Una profesión caída en desgracia
Y es que es ley de vida: hay oficios que, inevitablemente, se pierden y caen en el olvido. Y el de calero no es una excepción. En este sentido, hace un año, el colectivo etnológico Enharetá del municipio de Mijas hizo compromiso a dos vecinos, los hermanos caleros Juan y José Leiva, para reactivar, quizá por última vez, una calera en desuso y fabricar cal tal y como se hacía de manera tradicional en esta tierra.
Sólo hay que darse una buena vuelta por el territorio natural mijeño para tropezarse con alguna de las numerosas caleras que aún se hunden en el suelo y que no son otra cosa que grandes hornos donde se cocían durante días las piedras calizas.
De entre todas estas caleras, la escogida por los miembros de Enharetá fue la de una zona con el nombre de Cuesta Borrego, entre los diseminados de Valtocado y La Alquería, porque presentaba un menor deterioro y era más fácil reconstruirla. Así, después de largas décadas sin que nadie echara cuenta a esta tradición, y tras meses de duro trabajo, se logró prender el horno de piedra y barro para fabricar un tipo de cal tradicional que ya nadie esperaba contemplar de nuevo.
Un trabajo que antes era el pan nuestro de cada día y que para el colectivo supuso tres años de compromiso y dedicación.
Más de medio siglo hacía que los hermanos Leiva no amontonaban las piedras en una calera, que no le prendían fuego y que no vigilaban durante largas jornadas que las llamas no fueran ni muy fuertes ni muy débiles para hacer que la caliza se transformara.
La cal lo mata todo
La historia del encalado de los pueblos de Málaga tiene profundas raíces que van más allá de la querencia estética con la que ahora nos maravillamos. Y es que, entre otras propiedades, la cal es un desinfectante natural muy eficaz.
Y no hay que remontarse hasta la época en la que Málaga estuvo asolada por la peste y otras epidemias como el cólera, el tifus o la disentería. No hace falta porque, en los peores estadios del avance del coronavirus en nuestra provincia, algunos pueblos del interior, como Canillas de Albaida o Comares, permanecían extrañamente libres de casos y los contagios eran en la práctica inexistentes.
¿Cuál era el secreto para que numerosos pueblos de la Axarquía o la Serranía de Ronda no registraran ni un sólo caso de Covid en más de dos meses de confinamiento? Pues una de las teorías es que en muchas de estas localidades se sigue usando pintura con una base de cal para blanquear sus edificios.
Cada año, en algunas localidades durante los meses de septiembre, y en otras durante la primavera, se pintaban las casas con este antiséptico natural que además sirve para regular la temperatura al reflejar con su blancura los rayos del sol, al tiempo que deja transpirar los muros.
Una tradición, la de blanquear con cal, a punto de desaparecer, extinta en las grandes urbes de la Costa del Sol, pero que todavía resiste como un jabato en los pueblos del interior de la provincia, que se niegan a que algo que ha resultado tan beneficioso desde la antigüedad caiga en el olvido.