Permítanme que les hable de Irina para explicarles qué sentido tiene aplicar la perspectiva de género al urbanismo. A veces, una imagen vale más que mil palabras. Conocí a Irina en uno de los muchos talleres sobre urbanismo y perspectiva de género que dirigí durante años. Era una guapa y joven ucraniana que había llegado a Málaga cuando su madre, una ingeniera de telecomunicaciones que trabajaba en España como empleada de hogar, consiguió ahorrar lo suficiente para traerla consigo.
Irina, que había pasado su infancia y adolescencia con su abuela, se había convertido en una joven problemática que no quería estudiar, ni trabajar, y que recriminaba a su madre que la hubiera abandonado. Cuando llegó a España, comenzó a trabajar como empleada de hogar por horas, cosa que Irina rechazaba porque en realidad, ella hubiese querido ser veterinaria si la rebeldía no le hubiese impedido concentrarse en los estudios.
Después de unos años complicados, Irina empezó a sentar la cabeza y consiguió un trabajo que le gustaba. Iba a cuidar de unos niños pequeños en la casa de una familia que vivía en un buen barrio de Málaga. La madre era una funcionaria que fichaba a las 8 de la mañana, por lo que ella tenía que llegar a las 7 para pasar unos minutos recibiendo las instrucciones necesarias de ese día. Este trabajo suponía un gran avance, porque al fin iba a tener un contrato legal, trabajaría en un ambiente agradable y cuidaría unos niños que resultaron ser muy buenos.
El barrio en el que trabajaba Irina estaba lleno de calles sinuosas con viviendas unifamiliares y alguna urbanización con zonas verdes y piscina. La vegetación era habitual en el interior de las parcelas, cuyos altos muros dejaban ver los jazmines y las buganvillas plantadas en el interior de las parcelas, cuando las puertas de los garajes no los interrumpían. En el interior, la mayoría de las viviendas disfrutaba de unas preciosas vistas al mar.
Irina tenía que levantarse a las 5 de la mañana para llegar en autobús a las 6:30 a la parada más cercana, que estaba a unos 30 minutos andando en sentido ascendente. Un día, caminando por una de esas preciosas calles, tortuosas si se caminan, con escasa iluminación y sin una sola persona por la calle, un monovolumen grande y con lunas oscurecidas, redujo la velocidad acompasándola a la de Irina caminando.
A ella le dio un vuelco el corazón, que se transformó en auténtico terror cuando el conductor del coche bajó la ventanilla y le ofreció llevarla a donde necesitase, ya que aún no había amanecido y hacía mucho frío. Irina dejó el trabajo. No quiero imaginar las experiencias previas que la llevaron a tomar esa decisión.
Cuando la conocí limpiaba por horas, pero ganaba menos dinero y estaba mucho más agotada, ya que para ir de un lugar a otro de la ciudad, empleaba muchas horas de desplazamiento caminando o en autobús. Me decía que lo peor era el verano, porque era asmática y el calor del día era como un demonio, sobre todo cuando tenía que andar rápido si no quería llegar tarde a la siguiente casa. El sol abrasador caminando, era lo peor.
La historia real de Irina no es más que una de las que nos explicitan cómo la forma en que diseñamos y, sobre todo, gestionamos nuestras ciudades, afecta de forma diferente a hombres y mujeres.
La mayor parte de las tareas de cuidado las realizan, según nos indican las estadísticas, las mujeres, ya sea dentro del ámbito familiar o siendo contratadas para ello. Estas tareas no son suficientemente valoradas por la sociedad, a pesar de que se ocupan de las personas más importantes: las que pagarán nuestros impuestos cuando lleguemos a la jubilación, y las que trabajaron y nos cuidaron cuando nosotros no éramos productivos.
También necesitan ser cuidadas todas esas personas que requieren de atenciones especiales, ya sea de forma constante o en determinadas etapas de su vida, por enfermedad o por ser diferentes a la norma. Personas que enriquecen nuestra sociedad y nos brindan su talento, su amor y una forma distinta de entender la vida, que la mayoría experimentamos como una carrera sin fin.
La feminización de los cuidados, formales o informales, es una realidad que arroja una importante precariedad laboral, y que contribuye a una alarmante reducción de la natalidad, tal y como expongo en este artículo. Cuando las mujeres han alcanzado altas cuotas de formación y capacidad de desarrollo profesional, no están dispuestas a reducir sus expectativas laborales por asumir unos cuidados que nadie les reconoce.
La incorporación cada vez mayor de los hombres en las tareas de cuidado pone de manifiesto que el problema no sólo es de género, sino de sentido. La productividad se apoya en la negación de la necesidad de cuidar, que tenemos como especie.
La planificación urbanística ha promovido durante los últimos dos siglos, un modelo de ordenación de usos segregados en el que el diseño urbano ha expulsado la naturaleza de la ciudad. Las plazas son duras porque requieren menos mantenimiento, y las calles son duras porque en un constante conflicto por el espacio público, el objetivo es facilitar la movilidad del vehículo privado.
Esto ha provocado que la utopía de la ciudad jardín donde podemos alejarnos del ruido y la agresión urbana, se materializase en extensas áreas residenciales de baja densidad, donde, según los criterios económicos de gestión urbana, no es necesario invertir en transporte público de alta frecuencia ya que los usuarios de esos barrios son pocos y además tienen coche y no necesitan el autobús como medio de transporte a sus lugares de trabajo o estudio. En cuanto a la iluminación, puesto que en estos barrios el índice de delincuencia es muy bajo, no es rentable invertir en ello.
Debemos ponernos en la piel de una mujer (la que va a desempeñar las tareas de cuidado, la que no necesita que el riesgo de una agresión sea real para que la afecte en sus decisiones), para entender el problema. El caso de los barrios de tipología unifamiliar, con grandes separaciones a linderos en las que las calles son el negativo de las parcelas resultantes, donde no existen usos alternativos productivos como bares, tiendas, o edificios con ventanas y portales que "vigilen" las calles, donde la iluminación es insuficiente, o donde el transporte público no llega porque hay poca población residente a la que dar servicio público, es un buen ejemplo (aunque hay muchos) que nos ayuda a entender que el diseño de las ciudades tiene un sesgo. Claro que lo tiene.
El planeamiento urbanístico es una disciplina técnica que proyecta una determinada idea de ciudad. Hasta que algunas ciudades europeas y americanas no empezaron a crecer rápidamente por causa del desarrollo industrial, el crecimiento urbano había sido más o menos vegetativo.
La gran concentración de población atraída por el trabajo en las fábricas, hizo necesario planificar el modo en que las ciudades debían crecer. Quien acometió esa tarea tenía una visión muy concreta del mundo: la suya. La de un sujeto histórico burgués, urbano, masculino y generalmente sano.
Aceptando que la segregación de usos era necesaria cuando la industria era mayoritariamente insalubre, y que el tráfico rodado fue la condición imprescindible para que la ciudad creciese, doscientos años después nos encontramos con nuevos retos, donde la mirada de género puede aportar una gran herramienta de diagnóstico de problemas que, de otra manera, suelen quedar ocultos.
La mezcla de usos, la necesidad de revegetar las ciudades, crear refugios climáticos, gestionar el transporte público atendiendo a las personas y no solo a la eficiencia de flujos o a la economía de su mantenimiento, la revisión de determinadas ordenanzas en cuanto a su relación con el espacio público, o la compatibilidad de usos en las zonas más segregadas, es el reto disciplinar y político de nuestro tiempo.
La ciudad es un crisol de barrios que responden al momento histórico en el que se proyectaron. La gestión de las ciudades tiene hoy, la capacidad de paliar los inconvenientes que experimentamos en nuestra múltiple adaptación al medio. La perspectiva de quien toma las decisiones de gestión, como la de quien tomó las decisiones de diseño, pone de manifiesto los criterios con los que gestionamos el conflicto urbano. La perspectiva de género surge así, como una herramienta útil para abordarlo.