Cómo queremos habitar este mundo. ¿Te has parado a pensar sobre ello? Sí, lo sé. Sé que vamos muy deprisa, que estamos exhaustos, agotadas, que el tiempo se ha vuelto el principal valor bursátil, variable con la que diseñar nuevas extorsiones y servidumbres. Que nos perdemos, con demasiada asiduidad, en laberintos que siquiera pensábamos que podían llegar a existir y, ahora, por si fuera poco, estos laberintos son analógicos y digitales. Que, a veces, se nos olvida mirar a quienes queremos y amamos, reservar unos minutos de nuestro tiempo para ser en el otro, como diría la Arendt.
Pocas cosas más importantes y urgentes se me ocurren, en este ahora tan orgánico, que dejar reposar las manos en el rostro de una persona para mirarla. Tocar otra piel, observar otra mirada. Si tenemos tiempo para subir reclamos a Instagram con los que paliar esta soledad contemporánea que exhibimos, hemos de encontrar el tiempo para quienes nos proporcionan el suelo bajo nuestros pies.
Hay que ponerle fin a esta era tan despiadada. Debemos dejar de tratarnos como si el otro, como si la otra - … y a pesar del nerviosismo que esto puede llegar a generar en algunos, lo del lenguaje inclusivo, digo, importa muy singularmente-, fuera un mero objeto.
Como si no importara ni sufriera. Como si las personas no importaran ni sufrieran. Como si el dolor propio fuera el canon. Cosificamos absolutamente todo y es repugnante. Cosificamos al animal que torturamos en plazas de toros y fiestas populares. A la mujer que espera pacientemente en el salón de casa mientras cree que su marido está haciendo horas extras para poder comprar esa segunda residencia en la costa. Tinder mediante. Al compañero de trabajo, convertido, en esta era del enfrentamiento, en competidor. Cosificamos al amigo que estuvo en los momentos que hubo de estar porque consideramos que hay un reemplazo para toda persona, como si compartir lo íntimo, la intimidad, fuera tan fácil.
Cosificamos a las personas que se juegan sus vidas en una patera por alcanzar territorio europeo. Cosificamos a los niños y niñas en una era que los penaliza y aparta, a la que parece molestar la infancia porque los adultos se han convertido en los nuevos niños, centros del orden de una cultura del consumo que nos solicita superficiales, banales. En continua producción y disponibilidad.
Cosificamos a los ancianos porque no tenemos tiempo para cuidarlos y no es una excusa, es la maldita realidad. Debemos comprar el tiempo de otras -más pobres, más vulnerables, más frágiles- para que cuiden de nuestros padres y madres. Cosificamos las relaciones entre las personas, sólo hay que darse una vuelta por los bares de gin-tonic un viernes por la tarde. Hay contribuciones a la humanidad que nos podíamos haber ahorrado.
Cosificamos a los homosexuales y transexuales porque las reglas del juego son las que son y el miedo impera. Porque odiar sale gratis y me hace sentir alguien en mi insignificancia. Cosificamos porque necesitamos del enfrentamiento y sentirnos por encima de algo y alguien. Porque el mundo del que participamos encoge su talla con mucha rapidez. Porque el pensar, el arrojar una mirada crítica sobre este panorama, te convierte en alguien del que hay que desconfiar. Porque todos debemos pensar igual, tender al pensamiento monolítico, a la era del vacío. Estar con los nuestros sean quienes sean. Olona llegó a ser parte de una familia de acero. El olvido es buen aliado en esto de las piezas del poder.
Cosificamos las enfermedades mentales. La fragilidad de este tiempo. Nada se aborda con la complejidad que solicita y porque le sacamos pasta. Podcast sobre traumas, novelas sobre traumas. Hablar de mi yo, mí, me, conmigo. De la fragilidad del trauma, del trauma traumado. De los cuerpos y las familias y las lecturas y las opresiones, pero todo seguiría siendo una mentira por el uso que hacemos de ello. No le hemos dejado margen a la verdad ni a los ansiolíticos.
Así que, cómo queremos habitar este mundo. Intentemos pararnos a pensar sobre ello. Generemos rituales cotidianos y pequeños con los que crear resistencias ante este abismo que todo lo devora. No hay fórmulas magistrales, la vida simplemente nos ofrece la posibilidad de vivir que ya es en sí, toda una revolución. Pongamos la vida de los otros por delante. En silencio y sin grandes celebraciones. Regresemos a aquello que, una vez, nos hizo ser humanos.