Hay un hombre que, en su soledad más ancha y profunda, observa el espectáculo que es el río Hudson. Una masa de agua que baila entre tormentos y que esconde las miserias de la humanidad, también virtudes y anhelos, quizá una última promesa que se hunde, ahora, frente al sosiego de esa luz anaranjada que únicamente anuncia una vida medida desde el desamparo y la mentira. Lo observa otro hombre, desfigurado, unos metros más allá. Una distancia que es abismo. Ese hombre de soledad ancha y profunda acaba de tomar conciencia. De todo, de la vida que le espera, de la vida propia y la propia vida cuando se vive como simulacro. De la deslealtad y la cobardía. Ese hombre abatido se llama Kendall Roy. Ese hombre acaba de perder un imperio y se acaba de perder en sí mismo porque el precio que se puso nunca fue suficiente. Es lo que tiene ponerse un precio. Que nunca estarás a su altura. Hay otro hombre, en su soledad más ancha y profunda, que abre la puerta a todos sus demonios, soberanos en el miedo, tiranos en la servidumbre. Ese otro hombre abatido se llama Roman Roy y busca su reflejo en el aluminio de la barra de una coctelería. Decide regresar al mundo del que nunca debió irse. Ser en lo pequeño.
La escritora Mary Shelley dejó escrito en su diario que «el conjunto de toda mi vida ha sido la desgracia y lo seguirá siendo porque estoy marcada. Nunca podré ser feliz, y mi única esperanza está en no ver, y por eso mismo continuaré siendo herida cruelmente, desamparada en este abismo sin fondo que es mi vida». Desconozco si Jesse Armstrong, creador de ‘Succession’, además de revisar, desde la contemporaneidad, el suelo moral de las tragedias shakesperianas, se acercó a los diarios de la creadora de ‘Frankenstein, o el moderno Prometeo’. Una no puede – ni quiere- evitar sentir compasión hacia alguien capaz de (d)escribir, en esa geografía de lo íntimo que es un diario, tal nivel de fragilidad. Una mujer abatida. Cuando la vida se pone vida hay que parar. De inmediato. Parar la sed, recoger la bata de cola que es nuestra biografía y buscar refugio en quien prometa un abrazo. En una persona capaz de ser hogar cuando todo se pone feo y la mirada se clava en la tierra echando raíces, raíces anchas y profundas. «Necesitamos el abrazo de aquel que conoce la inminente caída». Este verso lo deja escrito ese milagro que es Niño de Elche en su poemario, ‘Llamadme amparo’ (Espasa, 2021), obra temblor que habla sobre la resistencia del silencio frente a la densidad del ruido que todo cancela y asfixia, sobre la importancia del saber mirar en nuestra memoria. De la vejez que atraviesa cuerpos. Del miedo. De querer perder la vida. Del estar en uno para, en realidad, estar con otros. Es un poemario que abraza desde dentro. Con la calidez propia de alguien que está cosido al hambre del mundo desde la creación radical.
El abrazo. Todo suena poderoso en esta palabra. Abrazo. El gesto que dota de sentido a lo humano, su dimensión sonora. El ritual que lo precede: la apertura de las extremidades, la sonrisa, el brillo en los ojos - aquello que no se puede operar, ya lo dijo Lola Flores-. El sentir de un cuerpo. El Abrazo. Su importancia. Hace unos días, les comentaba a unos amigos, en Jerez de la Frontera, que la vida no está hecha para ser rechazada a partir de una conversación sobre la cantidad de casillas que hay que activar, o no, para acceder a las páginas web. Mientras escribo esto, pienso que, en realidad, la vida está hecha para ser abrazada. Pienso en el poder del cuerpo - y su inteligencia- en un presente especialmente preocupado por imponernos escenografías diseñadas a partir de términos tecnológicos que, únicamente, aceleran procesos que nos deshumanizan y nos van quitando la vida de poco a poco. Como el brillo de nuestros ojos. Y ni la vida ni ese brillo se pueden operar.