En nuestro continente, en las últimas décadas, se ha conseguido avanzar, con imperfecciones, en fomentar democracias liberales, promover el respecto a los derechos humanos y de las minorías y una cierta estabilidad política. En términos económicos, Europa ha enfrentado un período de estancamiento y crecimiento lento desde la crisis de 2008. Aunque ha habido una recuperación en algunos países, como Alemania y los países nórdicos, otros hemos sufrido graves dificultades económicas, aunque se han sabido gestionar con solvencia y políticas comunes: la pandemia del covid y el conflicto de Ucrania.
Pero la realidad es que estamos en una Europa que cada día cuenta menos en el escenario global de nuestro mundo, con grandes desafíos interrelacionados: el geopolítico, por el desplazamiento del mercado mundial del Atlántico al Índico/Pacífico; el energético, por la dependencia exterior; el de defensa, por la falta de una política común en defensa y seguridad; y el económico, por las tensiones inflacionistas. Todo lo anterior, con una población envejecida y que sólo representa el 5% de la población mundial, aunque concentra más del 40% del gasto social mundial.
Es decir, vivimos muy bien, en una sociedad decadente, donde muchos parecen esforzarse en acelerar la misma, ante el fenómeno de euroescepticismo y nacionalismos populistas en avance.
Así que cabe preguntarse especialmente en la Unión Europea, si es posible mitigar la situación actual, qué hay que hacer para ello y si hay voluntad de hacerlo. Me permito destacar algunos retos, de los muchos que tendremos que afrontar, para ir dando respuesta a las preguntas anteriores.
Será necesario abordar la dependencia exterior energética que sufre la UE, fomentando la investigación y el desarrollo de energías renovables y la inversión en infraestructuras energéticas propias. Además, es fundamental que la UE adopte una política común de defensa y seguridad que permita aprovechar la economía de escala y fortalecer su posición en el escenario global, más aún, ante la retirada de los EEUU como “papá” protector.
Deberemos apostar por la innovación y la tecnología como motores de desarrollo y crecimiento, fomentando la reindustrialización y la creación de empleos de calidad en sectores estratégicos, facilitando el surgimiento de grandes operadores globales. Para ello, habrá que analizar y equilibrar la actual regulación, que ha de ayudar a garantizar derechos de los ciudadanos y las empresas, pero también ha de tener en cuenta que ha de evitar limitar la capacidad de competir. Todo esto, con una apuesta decidida por desarrollar la cultura del emprendimiento, lo que se consigue con educación, con inversión en innovación y eliminando trabas burocráticas.
Por último, trabajar en una mayor integración monetaria y fiscal. Para lograrlo, tendremos que ir a una Europa de dos velocidades, donde la obligatoriedad del consenso desaparezca del Consejo Europeo, permitiendo a los países más integrados avanzar a un ritmo más rápido.
En definitiva, una Unión Europea irrelevante, no sólo supondrá menos oportunidades para los jóvenes, sino una mayor inseguridad y vulnerabilidad para todos los ciudadanos europeos. Además, una Europa menos unida y cohesionada podría dar lugar a un aumento de tensiones entre los Estados miembros y a una pérdida de la solidaridad y el compromiso comunitario que han caracterizado a la UE en las últimas décadas.