La fuerza de la noticia

que entretiene la semana

se queda en poco o en nada

cuando al mundo paraliza



el azote despiadado

del lobo que para el hombre

es hombre y es desalmado

y sus miserias no esconde.



Duele el obsceno contraste

de tribunas elevadas

y discursos rimbombantes

con manos ensangrentadas,



con familias separadas,

con miedo, miseria y hambre.

Geopolíticas verdades

conviven en las portadas



con el singular quinario

de esos rubios de ojos claros,

ucranianas y ucranianos,

que viven en nuestros barrios



y que asisten con pavor

a ataques y bombardeos

detrás de un televisor

en sus ciudades y pueblos.



Y maldicen la distancia

que de su hogar les separa.

Y cada trozo de tierra,

cada muerto en esa guerra,

les dibuja en la mirada

el deseo de defenderla



del oso que en su zarpazo

un órdago tira a Europa.

No se tienten más la ropa:

que ser eurodiputado



signifique socorrer

y cubrir con la bandera

a quien se ha de defender.

Que bajo esas doce estrellas



estén la fuerza del bien,

de la verdad y la decencia.

Que el puño sobre la mesa

resuene para volver



a imponer la dignidad

que Ucrania le enseña al mundo.

Que no ocurra nunca más

y que no quede ninguno



que no rechace este horror

y que a la guerra no escupa.

Que vayan ellos mejor,

que todo el hijo de Putin



que desde un despacho ordena

que lluevan bombas del cielo

se pudra y que, a fuego lento,

le dé el infierno condena.



Del azul y el amarillo

al unirse sale el verde,

que es esperanza que muerde

a la guerra en los tobillos.



Debajo de esa bandera,

saludo pidiendo a Dios

y a los hombres, por favor,

que acaben con esta guerra,



que haya buenos y malos

y que la razón impere.

Que el agresor derrotado

sucumba al que se defiende.