A Málaga está viniendo gente a decirnos cosas bonitas. Que si somos muy guapos, muy ricos, muy salaos, muy tecnológicos, muy marcianos, muy interesantes... Vaya, que somos un partidazo. Somos la niña mona del baile de fin de curso de las películas americanas. Todos quieren ser los reyes de nuestra mano. Pero tenemos un problema, y es que nos pasamos más tiempo buscándonos los defectos que apreciando las virtudes. Es un mal endémico del malaguita medio.
Hoy presento una teoría basada en las percepciones. La teoría de que Málaga es una ciudad que siempre ha estado acompañada del complejo. Al menos desde los años 50, que es cuando me contaban mis mayores que tenían conciencia de los primeros. Luego me ha tocado a mí vivir otros dos momentos. Aquí van los tres complejos de Málaga en los últimos 70 años.
Primer complejo: la rivalidad con Granada. Esto se enmarca en los años previos a la autonomía, cuando Málaga buscaba compararse con su alrededor y lo hacía, ni más ni menos, que con la ciudad de la Alhambra. El conflicto era político y deportivo -como si hubiera diferencias- y más de uno salía o entraba por las Pedrizas con una luna del coche hecha añicos. Eran otros tiempos. La rivalidad fue desapareciendo cuando Málaga, en torno a los 80, decidió que esa rivalidad no tenía mucho más que dar de sí y decidió virar el periscopio.
Segundo complejo: la rivalidad con Sevilla. A Málaga le tocó, a raíz de la autonomía andaluza, poner cara de enfado mirando hacia la capital de la comunidad. Fue una cosa que empezó en los 80 y se fue agravando y avinagrando. El complejo con Sevilla era tremendamente curioso, porque los sevillanos -como excelentes chovinistas- nos hacían de menos. No era para otra cosa: capital de Andalucía, con las instituciones -y sus funcionarios- allí y con el importante motor económico que supuso que la cúpula del PSOE y de las instituciones públicas coincidieran.
Tercer complejo: el propio. El malagueño ha dejado atrás, muy atrás el complejo con Sevilla. Quizá nos queda el futbolero, pero cada vez somos más los que -irracionalmente- celebramos las UEFA que gana el Sevilla. Sin embargo, superado el tremendo complejo que el malagueño tenía con el vecino sevillano, ahora nos hemos quedado sin nada con lo que jugar. Sólo con nosotros mismos.
En Málaga no nos queremos acabar de creer eso de que seremos el motor de la recuperación de Andalucía. Nos cuesta darnos cuenta de que, sin el excesivo dopaje de lo público, el tejido empresarial es cada vez más sólido y consistente. Que somos una ciudad de servicios, pero que cada vez estamos teniendo más predicamento en el entorno tecnológico internacional. Que en 1970 en la capital vivían 350.000 personas y hoy, 50 años más tarde, vamos camino de los 600.000.
Por eso, el complejo más importante del malagueño de hoy en día es el de enfrentarse a una realidad apabullante. Algo que uno sólo ve cuando vienen de fuera y se lo dicen. Pero no somos capaces, todavía, de ver que en Málaga están dándose todos los ingredientes para que el futuro pivote, y el eje Madrid-Barcelona tenga, al menos, que mirar hacia la Costa del Sol.
Esta es sólo una reflexión a vuelapluma. Obviamente, quitarse el complejo no implica caer en el triunfalismo barato. Hay un punto intermedio, el de la certeza crítica. Ahí es donde debemos encontrarnos.