La levedad del ser no es insoportable, es eterna en los compases de Silvia Pérez Cruz. Es un alma desnuda, navegando a la deriva entre la metafísica, llena de interrogantes y de vivencias que agotan el tiempo; que crece, crece y desfallece para luego renacer. Siempre renacer.
La voz de la catalana es un canto espiritual que, si tuviera que rezar a algún dios, sería a la vida. Su música es una canción de siempre pero nueva, un eterno abanico de formas que con 'Toda la vida, un día', su último álbum, explora millones de galaxias hasta hallar la palabra perfecta, la melodía precisa, la luz exacta. Y, desde esos mundos ajenos, la arrastra de una forma sumamente sutil a la tierra.
Este disco nació "de la soledad con voluntad de unir soledades", cuenta ella misma. Sus letras están creadas desde la intimidad de la pandemia y cocinadas a fuego lento por medio mundo, bajo el influjo de otros artistas y de poetas como William Carlos Williams. Fue precisamente en uno de sus versos donde Silvia Pérez Cruz encontró la esencia.
'Aterrados / buscan una flor familiar donde guarecerse / y les asusta la inmensidad del campo'. Y eso es lo que busca ella y lo que ofreció este miércoles en un Teatro Cervantes lleno: ordenar la inmensidad, la vida, la eterna levedad del ser. Y hacerlo flor a flor, etapa a etapa.
Aunque en su grabación participaron más de 90 músicos, en la puesta en escena bastaron la cantante y sus tres escuderos: Carlos Montfort (violines, percusión, coros), Marta Roma (violonchelo, trompeta, coros) y Bori Albero (contrabajo, coros). Cuatro almas que se fundieron en un espectáculo meticuloso donde todo cuadró a la perfección.
En catalán, castellano y portugués, la artista desplegó los cinco “movimientos” con los que ha compuesto un viaje existencial, una reflexión sobre la vida y sobre la muerte, sobre el camino que cada uno transita y las marcas que van quedando en la piel.
En 21 canciones y cerca de dos horas de directo, logró inundar el espacio de caos y de paz; de sonidos eléctricos y de flamenco, de bajos y altos, de texturas y sabores diferentes que, difícilmente, dejaron indiferente a alguien.
El cuento vital comienza con ‘La Flor’, una vuelta a una infancia en la que reina la calma, la inocencia, las ganas.
“Hay que romperse / Y salir y brotar / Verte la sangre al nacer / Sentir el viento al caer / Y el vértigo al vacío / Que te empuja a renacer”
El segundo movimiento, ‘La inmensidad’, es un canto a la huida constante, a la búsqueda y la transformación de la juventud; un paseo experimental edulcorado con sintetizadores y autotunes que se adentra en mundos ajenos de poetas como Idea Vilariño o de Fernando Pessoa.
“Y cantar / Y llorar de tanta vida / Tan presente / Balancear / La incertidumbre repentina de septiembre”
La madurez llega con ‘Mi jardín’ y con la desnudez del ser, con la humildad de saberse y cuidarse, de elegir y mirar a los ojos a quienes quieres para caminar de su mano, como escenifican perfectamente en el escenario Silvia Pérez Cruz y Carlos Montfort en un dueto que, originalmente, es junto a Juan Quintero.
“Quieta, muda y tan solemne / Ya caduca este otoño / Mi alegría suelta el moño”
Pero eso no es suficiente, el tiempo colma el ser de sabiduría en ‘El peso’, el cuarto movimiento que derrocha simpleza y nobleza, la dulzura de mirar atrás y ver con una sonrisa el jardín de flores cultivadas durante la vida. Y desfallecer.
“Les cançons són immortals / I en aquest segon de vida / On tot sembla fet a mida / Ploren parts i funerals”
Y de la muerte de nuevo a la vida, balanceándonos con un nuevo latido con aires de América del Sur hasta ‘Renacimiento’.
“Todos somos filhos, viu? / Tudo é circular / A chuva, a vida e a morte / O tempo e o ar / O planeta inteiro diz / Canta nova amiga com estrelas e raiz”
Y entre tanto contar la vida, la vida se coló de tal forma en el directo que obligó a la cantante a improvisar una nueva canción para calmar la risa de una broma inesperada. "Qué bonita es Málaga, con tantas A", dijo la catalana, agazapada ante un público que la abrazaba como si la conociera de siempre y que se convirtió en uno más de su virtuosa orquesta, obediente al son de sus manos que lo guiaban para entonar el estribillo de su 'Mañana' para ir cerrando la noche.
Sin 'hits' con los que despedirse, Silvia Pérez Cruz se marcó con lo que sí tiene, su (eterna levedad del) ser. Y eso le bastó para hacer arte con unos versos de Lorca y la música de Leonard Cohen. El público en pie y todavía sobrevolando bajo las pinturas del Cervantes el poema con el que se presentó:
"Quiero salir distinto / Yo prefiero el desastre / Y escucharte sin prejuicio".