Rodrigo Cuevas (Oviedo, 1985) comenzó a hacer música con apenas ocho años ante un piano. Ese niño fue creciendo entre los salones del conservatorio de Oviedo, pero expandió su mundo más allá. Acabó enamorado del circo y el cabaret, aprendiendo a tocar la tuba y convirtiéndose en una de las referencias más vastas del nuevo folklore español.
Se define sin titubeos como un “agitador folklórico”, como un “artista total” que experimenta en torno a la canción más tradicional sin miedo a ningún otro género. Sus espectáculos son difíciles de definir, ni él mismo encuentra las palabras concretas para catalogar lo que hace.
“Soy muy fan de la gente que cuenta historias y que las cuenta bien. Ejercer ese papel me parece maravilloso, captas la atención de otras personas, conectas con ella. Cuando subo al escenario, yo quiero compartir mis experiencias”, explica a EL ESPAÑOL de Málaga.
¿Cómo? Se podría plantear como una especie de brujería. En un cuenco de madera, mezcla una pizca de electrónica con muñeiras, fandangos y xiringüelus, echa un poco de humor y otro de crítica social y un ligero toque de sensualidad. Y lo agita, y lo agita. Y hace magia.
Cuevas en un showman en su máximo exponente. Hasta tal punto que es capaz de plantarse ante un Teatro Cervantes lleno con su romería y acabar convirtiendo la noche de un jueves de octubre en la mejor fiesta de todas las que por los pueblos malagueños se han celebrado. Roza lo insultante, sí, pero tuvo que llegar él, un asturiano de cuna, uno del norte, a decirle a los malagueños que tienen que ir a sus romerías.
Estas fiestas, para Cuevas, son una oportunidad “para darnos cuenta de lo bueno que tenemos y celebrarlo”. Por eso hay que llenarlas, vivirlas, disfrutarlas y saberlas nuestras. Porque “cuando no somos conscientes de las cosas buenas que tenemos, es más fácil que nos las quiten”, asegura el artista.
Con ese espíritu, él está llevando su propia romería por todo el mundo, “con una visión mucho más 'glocal' si cabe”: desde el suelo de Piloña, la aldea asturiana donde vive, hacia “el orbe en su conjunto”.
La propuesta que desplegó sobre el Cervantes, desde el patio de butacas que no paró de recorrer hasta el escenario, fue un espacio de para sentirse libre, libertino incluso. Para emocionarse y gritar. Para dejar atrás prejuicios y, sobre todo, para hacer arte en el sentido más amplio y a la vez más estricto de la palabra. Por eso, entre sus canciones enfrenta al público al acoso escolar que sufrió de pequeño (‘Dime, ramo verde’) o al paisaje de una costa despojada para los turistas (‘Valse’).
“El arte es un medio muy directo, el más efectivo para reivindicar ciertas cosas. Me parece poco inteligente desaprovecharlo. La gente que hacemos arte tenemos un poder transformador y no podemos renunciar a ello”, asegura.
Su espectáculo es música (en gallego, bable o castellano), pero también relato y una puesta en escena en la que se basta él, algunas lentejuelas en su ropaje, una pandereta y unas castañuelas y el respaldo de Mapi Quintana (pandero, contrabajo, vocoder, voz), Rubén Bada (guitarras, voz), Juanjo Díaz (percusiones) y Tino Cuesta (teclados, coros).
Aunque le costó, el público de Cervantes se levantó de sus asientos y cantó y bailó. Como ese amigo al que llevas al pueblo por romería y necesita unas horas para encontrar su sitio, pero acaba la noche sintiéndola suya, sin querer volver a casa y pidiendo a gritos una más. Una última canción que Cuevas no tenía preparada e improvisó por malagueñas, mutando entre la gente que, quién sabe, quizá salió del teatro pensando en que sí, que el año que viene habrá que ir a la romería.