El filósofo Daniel Innerarity acaba de publicar ‘La libertad democrática’ (Galaxia Gutenberg). En sus páginas, analiza la salud y las debilidades de los sistemas democráticos, cómo se comportan los distintos actores implicados y algunas claves para afrontar la situación.
En esta conversación, antes pasar por el ciclo ‘Vivir con Filosofía’ impulsado por el Centro Cultural La Malagueta, el director del Instituto Globernance en San Sebastián esboza el cambio emocional que está provocando, entre otras cosas, que la derecha haya arrasado en las últimas elecciones. Habla de los lastres de la izquierda para hacer frente al discurso de la libertad y de cómo el cortoplacismo lleva a ignorar los grandes retos que hay por delante.
- Las elecciones del pasado domingo constataron el auge de la derecha. ¿Está cambiando el paradigma?
Los cambios de ciclo no se producen por cálculos precisos sino por motivos que tienen que ver con el estado de ánimo. En este caso, quienes dirigen han adoptado un discurso de limitación, ya sea por moderar el consumo, por hacer frente al cambio climático, por restringir la movilidad durante la pandemia o por contener el gasto como consecuencia de la crisis económica. Estos límites no eran injustificados, pero, frente a ellos, la derecha ha adoptado un discurso menos preocupado con el futuro, menos temeroso. Y, aunque puede ser muy discutible teniendo en cuenta los retos que tenemos, ha sido bien recibido por el electorado.
- La derecha ha abanderado la causa de la libertad. ¿Se está banalizando el término?
Cuando hablamos de libertad, hay dos modelos que compiten: el liberal, según el cual yo soy libre, sin ningún impedimento para hacer lo que quiero; y el republicano, con el que se identifica la izquierda y según el cual lo fundamental es que no hay exclusión de uno sobre otro. Por ejemplo, durante la pandemia: si yo no uso mascarilla, soy más libre, pero me arrogo un derecho que perjudica a los demás. El gran asunto es ver cómo engarzan mis libertades con las de otros, cuáles son las condiciones estructurales que hacen que unos tengan menos impedimentos y que unos tengan dominación sobre otros. Eso nos obliga a un análisis de cómo se distribuyen beneficios, los costes… Ahí está el gran debate.
- Se trata entonces de encontrar el punto de encuentro entre la libertad individual y la colectiva.
Por ejemplo: yo tengo libertad para contaminar menos y, si lo hago, beneficio a un ecosistema, que se nutre de mi propia libertad. Esta relación entre mi acción individual y lo colectivo es difícil de hacer ver porque tenemos una visión de muy corto plazo. No entendemos que mi libertad está conectada con algo común, con algo colectivo. El reto es hacer visible la conexión entre lo propio y lo colectivo porque, de lo contrario, damos pie a que emerjan ciertas excusas para conductas irresponsables.
- ¿Este es el relato que no consigue trasladar la izquierda y que acaba ganando la derecha?
Hay un debate entre el sacrificio y el placer. Quien confíe todo en que la gente entienda la necesidad de hacer sacrificios, no tendrá éxito. Lo que tiene que hacer la izquierda es explicar hasta qué punto ciertas cosas que parecen un sacrificio son una forma más de placer. Por ejemplo, comer carne: hay ciertas formas de comer proteína que son mucho mejor, más sanas. Puedes conectar el nivel de consumo, el gozo y el medioambiente. La izquierda tiene vieja tradición de un enfoque muy negativo sobre el consumo, pero debería ser capaz de mostrar que el gozo es bueno y compartido es mucho mejor.
También hay una batalla sobre la moral. La derecha se ve mejor en términos de nación y la izquierda tiende a considerarse superior en términos de justicia. Pero la derecha también tiene una idea de justicia, quizá basada más en la meritocracia, al igual que la izquierda tiene una idea de nación, más plurinacional o diversa. Son dos ideas distintas y en vez de moralizar la política, sería más sano tener un debate menos recalentado, entrar a detalles, a cosas más concretas en vez de a principios abstractos.
- ¿Cómo se cambia eso a menos de dos meses de las próximas elecciones?
No puedo hacer de spin doctor. Desde mi ámbito, la filosofía política, solo puedo advertir de algunas cosas negativas, como esa idea de practicar una especie de antifascismo elemental. El discurso de que vienen los malos, votadme a mí porque los otros no son buenos, no suele salir bien. Tampoco las políticas de cheques en campaña electoral, que devuelven una imagen de la ciudadanía como menor de edad, como un cliente en lugar de como ciudadanos.
- ¿Vivir en una campaña electoral permanente puede llegar a dañar el sistema, a los dirigentes o a los electores?
No tiene que ver con que haya elecciones, sino con el estilo de política electoralista, en gobernar como si se fuera a ganar unas elecciones siempre. Cuando hay procesos de este tipo, se exageran los antagonismos, se inflan las promesas, se exacerba la distancia entre los partidos y eso dificulta el acuerdo y el gobierno.
- Y, además, parece que nos hemos instalado en una dinámica en la que todo pasa muy rápido.
Los ciclos políticos se han acortado. Muy rápidamente se sube y con la misma rapidez se desaparece. Hay personas que estuvieron a punto de entrar en gobiernos y que ya han desaparecido y no nos acordamos de ellos. Pero ojalá esto fuera un problema solo de los políticos, es un problema de todo el sistema porque los ciudadanos somos muy impacientes.
Siempre pongo el ejemplo de que a Mariano Rajoy se le permitieron dos derrotas. Su partido y sus electores fueron pacientes y esperaron una tercera, que fue la de la victoria. A Pablo Casado no le dieron esa oportunidad. Ahora mismo, todos los ciclos políticos se han acortado de tal manera que todos nos hemos concentrado en una carrera, en el éxito, en el cortísimo plazo y esto es tremendamente disfuncional.
- ¿Qué es lo que provoca?
Que el sistema político no tiene ningún incentivo para abordar ningún tema que no dé un rendimiento en el corto plazo. Esos asuntos que tienen que ver con reformas de calado, con hacer frente a crisis profundas, con cambiar el sistema productivo, que requieren consensos más amplios que unan con la mayoría parlamentaria y que, a veces, integren varios periodos electorales, se esfuman. Todo esto queda arrinconado, procrastinado, y termina generando una bola de la cual nadie se hace responsable.
Hay políticos muy eficaces en la gestión del corto plazo y un montón de problemas graves, atascados, que nadie tiene ningún incentivo para abordar porque no le reportan ningún beneficio electoral. Todo lo contrario: si hoy en día alguien quiere generar una transformación del modelo productivo o hacer frente a la crisis climática, antes de empezar, habrá visto cómo todos los demonios se le han abrazado sobre él.
- Una de sus principales preocupaciones es el estancamiento de la democracia, ¿tiene que ver con esto?
Sí, hablamos mucho de transformar la democracia, y hay que hacerla mejor, pero hablamos muy poco de democracia de transformación, de hasta qué punto la democracia tiene capacidad de afrontar esos grandes retos colectivos. Si esto no se analiza, será muy sugerente que en los entornos autoritarios se presente alguien con soluciones sin democracia. De hecho, ya hay quien habla de una agenda ecológica impuesta autoritariamente, porque si no es así, no habría manera de abordar el asunto.
Uno de los factores que explicarían esto es la facilidad con que cada vez más gente estaría dispuesta a sacrificar ámbitos de libertad y de democracia, especialmente al comprobar que en el sistema que tenemos no se abordan grandes asuntos mientras que en sistemas ligeramente o abiertamente autoritarios parece que sí que actúan. Esto lo vimos en medio de la pandemia, con la gestión de China, y vimos que no es verdad, pero explica que para muchos la democracia parece una pérdida de tiempo.
Del mismo modo ocurre en la transacción de nuestros datos en favor de beneficios de consumo en el ámbito digital: somos muy generosos y tendemos a sacrificar esferas de nuestra libertad con mucha facilidad porque esperamos un beneficio a cambio. Como esa generosidad siga adelante, nos podemos encontrar un momento en el que el ámbito de nuestra libertad efectiva se haya reducido notablemente.
- ¿Y cómo se abordan estos retos?
Te podría hacer una broma diciendo que leyendo muchos libros como el mío, pero no tengo grandes esperanzas en que la lectura que los filósofos hacen de los asuntos de fondo provoquen cambios con rapidez. Creo que fundamentalmente el sistema político tiene que poner incentivos porque la gente no actuará en términos de sacrificio si no ve una compensación.
¿Por qué es tan difícil generar las transformaciones necesarias para abordar las grandes crisis que tenemos? Lamentablemente, porque los comportamientos que hay que revertir son habituales, están muy instalados. Esto no se desmonta de la noche a la mañana, requiere cambios a muchos niveles. Hay que informar bien, mejorar la calidad del estado público, el tipo de comunicación, dar al futuro más peso, fortalecer las instituciones, la propia Unión Europea, promover compromisos de largo plazo...
- ¿Y es optimista?
En algunas cosas vamos tarde y las reparaciones que podemos hacer van a tener poco efecto. Creo que tendríamos que conseguir que la agenda de cosas que nos preocupan fuera otra diferente. Si nos fijamos en que han estado centradas las discusiones, seguramente no son las cosas que más deberían preocuparnos.
A mí me preocupa mucho cómo regulemos la inteligencia artificial, cómo va a evolucionar la lucha contra el cambio climático, la nueva redefinición del panorama geoestratégico mundial, la generación de un sistema que produzca menos desigualdades. ¿Cuánto se ha hablado de Europa en esta campaña electoral? ¿Y de Ucrania o de la crisis de los chips? Estos temas han estado completamente ausentes de la discusión política. Creo que tenemos que ponernos a mirar en la dirección correcta, a donde están los problemas, y ahora estamos mirando hacia otro lado.
- ¿Y cuál es el papel de los ciudadanos?
A mí siempre me ha resultado muy sospechoso quienes, ante un problema, enseguida encuentran como motivo expiatorio unos políticos que no están haciendo lo que tienen que hacer. Lo cual es verdad, casi siempre, pero olvida la otra parte de la historia, que nosotros, ciudadanos y ciudadanas, hay parte de deberes que nos estamos haciendo. Tendemos a pensar que esto es una cosa que la arreglan los políticos, pero ningún problema relevante puede ser resuelto solo por los políticos. Tampoco solo por la ciudadanía. No hay que usar a los políticos como motivo expiatorio, como palanca de cambio, ni a la ciudadanía como agente que se moviliza y obligar a los políticos a hacer una cosa. Son visiones unilaterales. Esto tiene que arreglarse con una gran implicación de la ciudadanía en esas medidas de transformación.