La llamada del timbre rompe el silencio total que inunda la capilla del cementerio de la Almudena: es el anuncio del último sepelio del día, del momento del último rezo. El diácono Santiago Pérez, coordinador de exequias del mayor camposanto de España, sale al pórtico del templo, donde ha improvisado un escueto escenario religioso en el cual celebrar la ceremonia de honras fúnebres. No la puede llevar a cabo en el interior por las medidas de seguridad implantadas a raíz de la pandemia del coronavirus. Cuenta con un atril para sostener el libro de difuntos, un cirio, una cruz de sobremesa y un aspersorio de plata. Nada más.
De dos turismos oscuros se bajan los familiares de Concha, una señora de 83 años que acaba de fallecer. Son apenas cuatro, que se abrazan; alguno va pertrechado con una mascarilla protectora. Es el responso número 21 de la jornada que oficia Santiago, el doble de lo que acostumbra en una tesitura normal, sin emergencia sanitaria de por medio. "¿Cómo la llamabais? ¿Conchita?", pregunta tratando de personalizar un gramo más las palabras de consuelo y llevándose la mano al pecho. Tras realizar un par de breves lecturas y rezar un Padrenuestro y un Avemaría, concluye encomendando a Dios el alma de esta mujer.
Menos de cinco minutos dura el servicio religioso, que se convierte en un ritual exprés al aire libre y sin apenas contacto debido a las anómalas circunstancias provocadas por el Covid-19. "El cambio mayor es ese: ahora celebramos en el exterior de la capilla y con más brevedad, intentando poner corazón, espíritu, condolencias para la familia...", explica el diácono ya desde desde la sacristía, donde conserva un retrato del papa Francisco. "Hoy ha dicho unas palabras bellas: que cree en la humanidad, en el amor de todos, en el trabajo de unos y de otros; y es verdad, así es como superaremos esto".
El volumen de ceremonias en el pequeño templo se ha duplicado en los últimos días, reflejo de los efectos del virus que en Madrid ya se ha cobrado la vida de más de 1.800 personas. De la veintena de fallecidos por los que este martes se pronuncia una oración antes de ser enterrados, nueve habían dado positivo. "Sabemos si vienen con coronavirus", reconoce Santiago. "Eso nos lo dicen por si tenemos que ponernos mascarilla, guantes o algo, aunque normalmente nosotros no estamos en contacto con los familiares". En circunstancias lógicas son los allegados del difunto los que le revelan la causa de muerte.
Todas las mañanas a primera hora recibe una lista con el número de fallecidos y exequias que deberá celebrar. En una jornada normal, oficia en torno a diez sepelios y una misa por todos los fallecidos, suspendida desde hace tres semanas. "Hoy hemos alcanzado el número máximo, 21, y llevamos varios días de 16, 18, 20...", asegura el religioso. Los rituales también se han acortado más de la mitad: antes duraban unos 15 minutos, y los familiares leían cartas o cantaban. Ahora son entierros en soledad, por miedo a que el cementerio se convierta en foco de infección. Y Santiago recuerda el caso reciente de un hombre que vino solo a enterrar a su madre: "Rezamos juntos los dos".
Al llegar a la capilla, Santiago Pérez recibe a este periódico con lo que define como el "saludo oriental cristiano": agachar la cabeza en una suerte de reverencia y con las manos juntas. Es su receta para evitar el contacto pero sin perder la cercanía. Con las personas que asisten a las exequias hace igual: "Normalmente saludamos con la mano, damos el pésame, te acercas a una persona mayor y hasta le das un beso... pero ahora no", comenta.
¿Y cómo se dirige a las familias de las víctimas del coronavirus, a quienes no han podido acompañar en los últimos momentos? ¿Algún patrón especial? "Tenemos formularios y lecturas más apropiadas para una causa repentina, un motivo que desconcierta a la familia porque ha sobrevenido de repente... Hay palabras concretas, textos muy acertados para ese momento. Los tenemos en el libro de difuntos, y luego la experiencia de los años que llevo".
Santiago, operador de Telefónica jubilado, lleva unos cuatro años como diácono. Se decantó por los cometidos religiosos tras la muerte de su mujer, Mariluz, y no solo oficia sepelios en el cementerio madrileño, sino también bodas y bautizos en parroquias de distintos distritos. Además, coordina un crematorio que ahora mismo se ve desbordado y está incinerando cuerpos 24 horas al día, lo nunca visto. Por el momento, desconoce la decisión del Ayuntamiento de Madrid de limitar las cremaciones para evitar la saturación de los servicios funerarios.
—¿Qué panorama observa en la Almudena estos días?
—Hay mucha actividad, poca familia, pocos amigos que vienen... La semana pasada hubo algún entierro de viente personas, ahora vienen cinco como mucho. La actividad mayor es la de los que llevan el trabajo más duro: los que traen de los hospitales los cuerpos sin vida de nuestros hermanos; y luego los enterradores, los sepultureros.
—¿Los religiosos están desbordados?
—Los capellanes y los voluntarios estamos bien de momento, en el sentido de que se puede trabajar así... Pero hablamos por teléfono con la oficina y ellos sí están más nerviosos y tensos.
Santiago Pérez es consciente del colapso de los servicios de las funerarias y del cementerio de la Almudena, pero recuerda que tanto en la capilla del camposanto como en la del crematorio se siguen ofreciendo responsos. "Hay familias que lo piden, que lo necesitan, y se lo ofrecemos a todos. Rezamos y pedimos por todos, aunque se aconseja que no sea un grupo numeroso", asegura.
Pasadas las seis de la tarde, el diácono cierra las puertas de un templo vacío en el que hace no tanto se reunían hasta doscientas personas por ceremonia. No sabe todavía cuántos sepelios tendrá que oficiar al día siguiente, pero seguramente más: el pico de la curva de fallecidos con coronavirus todavía no parece alcanzarse. Santiago regresa a su casa caminando, situada en Pueblo Nuevo, a unos quince minutos. El otro día le paró una patrulla de policías, como ahora lo hace el guardia de seguridad del cementerio. "Que soy el capellán", se defiende. Él es el encargado de velar por los que ya no están: por las víctimas del Covid-19 y por todos los que siguen falleciendo de otras causas, aunque parezca que se haya olvidado.