Javier Quiroga, el hombre que comunicaba los fallecidos del 11-M a las familias: "Me sentía el heraldo de la muerte"
El entonces responsable de la Central de Comunicaciones del Samur fue uno de los encargados de coordinar la respuesta sanitaria a la tragedia y de comunicar a los familiares la muerte de su ser querido.
11 marzo, 2024 02:54Javier Quiroga (Madrid, 1959) es de esos hombres acostumbrados a bailar con la muerte para tratar de darle los máximos plantones posibles. Uno de los fundadores del Samur en Madrid, ha estado en todas las desgracias que ha vivido esta ciudad, individuales y colectivas, intentando por todos los medios que los madrileños se agarraran siempre a la vida aunque fuera con un hilito.
Sin embargo, este caballero curtido en mil batallas, jubilado desde el pasado mes de julio pero vinculado a las Emergencias todavía, se sigue rompiendo al hablar de los atentados del 11 de marzo de los que se cumplen 20 años y donde tuvo un triste papel protagonista: ser el heraldo de la muerte para quienes se encomendaban al milagro en los pabellones de Ifema y rezaban para que Quiroga y sus dos compañeros pasaran de largo sin mencionarlos.
"De todo, lo que más daño me hizo fue la forma en la que comunicamos las muertes a los familiares. Los tres que tuvimos que hacer esta tarea ya habíamos comunicado fallecimientos pero podías tocar a las familias, consolarlas... En Ifema, ese 11 de marzo, íbamos revestidos de una máscara de imperturbabilidad porque nuestra obsesión era no cometer errores, es decir, no comunicar a la familia que un familiar estaba fallecido y que no fuera así; también no alterar en modo alguno a las familias y hacerlo todo en el menor tiempo posible para que dispusieran del cuerpo de su ser querido cuanto antes. Tuvimos que hacerlo así de frío y ahí surgió la famosa escena del megáfono", explica.
Quiroga se refiere a que desde el mediodía de ese negro 11 de marzo, familiares y amigos llegaban a Ifema, donde se trasladaron los cuerpos de los fallecidos, para obtener certezas. Estaban en cuatro grandes salas, divididos por orden alfabético, y donde el equipo del Samur tenía que entrar con los faxes oficiales de los fallecimientos certificados por el juzgado e iban llamando a sus seres queridos para confirmarles la peor de sus sospechas. Al principio, y con tanta gente, la única forma fue con un megáfono en mano.
"Era complicado localizarles y fue la forma que vimos más rápida de hacerlo", recuerda con una sonrisa triste en la boca y la mirada perdida en el túnel del tiempo.
"Afortunadamente lo del megáfono duró poco porque las familias se dieron cuenta enseguida de cuál era la mecánica y cuando nos veían salir con los papeles, sabían que íbamos a buscarlas y nos abordaban. Siempre había un familiar más entero que nos preguntaba para tratar de saber antes, pero era muy complicado porque estábamos todos ahí, todos nos veíamos... Todavía hoy me acuerdo de las familias, pienso qué recuerdo tendrán de mí. Por eso mi obsesión era pedirles perdón", añade entre lágrimas.
Una obsesión de ahora y de hace 20 años porque este experimentado sanitario, siempre colocado en un plano donde pueda ayudar sin necesidad de que se note, buscó desesperadamente hablar con la prensa ese 13 de marzo de 2004 para soltar algo que le apretaba el alma: "Sólo quería pedir perdón a través de los medios a las familias de las víctimas por no poder abrazarlos, consolarlos y por eso dije eso, que me sentía el heraldo de la muerte nombrando a 168 víctimas".
"Javier, en El Pozo hay 50 muertos"
Uno de los hombres más curtidos en desgracias, terremotos y accidentes de Madrid trata de poner calma entre los recuerdos. Explica que ese fatídico jueves por la mañana, poco después de las siete y media, iba en la moto camino del trabajo. En este momento era el responsable de la Central de Comunicaciones, técnico y operativo, y le sonó el teléfono dos veces. Insistentemente. A la tercera, paró la moto y lo cogió. "Ha habido un atentado en Atocha y parece muy grave", escuchó.
"Me fui directamente a la Central de Comunicaciones para coordinar los servicios lo mejor posible y cuando entré por la puerta vi que todo el turno saliente se había quedado. Estaban todos lívidos pero muy serenos y me pusieron al día. Eran tres atentados inicialmente, Atocha, El Pozo y Santa Eugenia. El foco de Téllez, aunque parezca increíble, no lo teníamos controlado porque todo el mundo que llamaba decía Atocha y nosotros mandábamos y mandábamos recursos al parking de la estación sin saber que no era ahí".
Una vez repartidos los recursos, cuestión de minutos, Quiroga llama a los responsables de cada dispositivo. "El de El Pozo me dijo muy serio, Javier, aquí hay por lo menos 50 muertos. Y entonces pensé que si los atentados eran a ese nivel, estábamos ante lo más grave que habíamos visto en nuestra vida y posiblemente lo más grave que íbamos a ver en esta ciudad".
Llamaron a todos los hospitales advirtiéndoles de lo que les venía, a las ambulancias públicas y privadas, la Cruz Roja, los servicios de emergencias de otras ciudades madrileñas... todo el mundo se movilizó en cuestión de minutos, sin preguntar, sin cuestionar nada, poniéndose a las órdenes de quien estuviera al mando.
"De repente llama Mariluz, que era una compañera que la habían desviado y había llegado a Téllez y me dice necesitamos recursos en el pabellón. "¿Qué pabellón?", le pregunto porque no sabíamos ni de Téllez ni del Daoiz y Velarde. Y ahí aparecieron médicos y enfermeras voluntarias que no sabíamos de dónde habían salido y que salvaron a muchos porque estuvimos 20 minutos sin enviar a las emergencias", recuerda como repasando un plan invisible que no existía y que tuvieron que trazar segundo a segundo, para salvar con éxito la mayor tragedia que ha sufrido este país.
Después ¿qué pasó? "La lista", responde Quiroga. ¿La lista? "Hay que hacer una lista de heridos y fallecidos y mandamos a gente a todos los hospitales para recoger 690 nombres de inicio. Todo el mundo quería esa lista, las familias, el Gobierno, el Ayuntamiento, el Ministerio del Interior, el de Sanidad, el de Exteriores... y la fuimos picando con la información que llegaba en distintos soportes, papel, pendrives...". Fue el paso previo al segundo infierno que se vivió en ese 11-M: Ifema.
"El concejal Pedro Calvo tuvo mucho que ver en esa decisión y acertó porque las familias no tenían que ir por ahí vagando sin respuesta de un sitio a otro como se ha visto en otros atentados, incluso en Europa", reconoce.
Y a las cuatro o las cinco de la tarde ya estaban repasando esa lista con los 168 nombres de las víctimas que fueron saliendo de su boca hasta las ocho de la mañana siguiente. "A esa hora me rompí. Cuando un policía municipal que tenía la tarea de impedir que los familiares se suicidaran, porque hubo varios intentos de gente que se quería tirar, me dijo vaya papelón que estás haciendo. Yo no lo entendía porque estábamos tan concentrados en lo que hacíamos que no éramos conscientes de cómo nos miraban los familiares, de sus caras. El dolor y la rabia de la gente eran algo que se veía, como una neblina que lo tapaba todo. Era algo físico, que se palpaba".
Más de 24 horas después de esa insistente llamada, sin tiempo de respirar ni de comer más allá de unos sándwiches que un ángel iba poniendo a su alrededor, Javier Quiroga se marchó a su casa "a no dormir", como él mismo reconoce, pero a enfrentarse a otro dolor: "¿Cómo le explicaba a mis hijas, que eran pequeñas, lo que había ocurrido?", se pregunta mientras vuelve a surgir el llanto.
En realidad, lo que parece querer decir Quiroga, es cómo me explico a mí mismo lo que ha ocurrido, cómo se entiende, cómo se digiere, cómo se llora, cómo se sufre, cómo se supera.
"Nos tomamos alguna pastilla, hablamos con los psicólogos pero, sobre todo, hablamos entre nosotros de cómo nos sentíamos y lo que más me dolía eran las familias porque eran nuestras familias, era nuestra ciudad donde había sucedido todo", explica para concluir que superado del todo nunca está.
"¿Superado? Me sigo emocionando al hablar de esto 20 años después y sigo pensando en esas familias, como si quisiera telepáticamente mandarles mi cariño, mi recuerdo y mi apoyo".
Lo que sí han dado estas dos décadas es para ir cerrando algunas de las heridas que, en el caso de Quiroga, sigue siendo esas salas de Ifema llenas de almas en búsqueda de respuestas. "Hubo una familia que quiso venir a verme después y la pude abrazar, disculparme, consolarlos... Ellos querían ponerme cara porque me confesaron que me recordaban pero sin rostro, que se acordaban de lo que les dije y de ese momento, pero no de mi cara y querían saber quién era yo", aclara como el sediento que ha conseguido unas gotas de agua por el camino; un alivio momentáneo con el que seguir.
El 11-M y su gestión fueron un fenómeno de estudio en todo el mundo porque "nadie se podía creer que esos españoles, bajitos, morenos, hubieran resuelto esto en dos horas y hubieran entregado el 80% de los fallecidos a sus familias en las primeras 24 horas. No se lo creía nadie".
Eso sí, los protocolos y los simulacros cambiaron. "De hecho, por ejemplo con el accidente de Spanair, los familiares estaban en un hotel, separados para tener intimidad, evitar contagio emocional y en constante comunicación individualizada. Fue diferente".
Pero insiste en que "con los medios que había, lo que se hizo el 11-M fue un milagro, con el sistema de comunicaciones del Ayuntamiento que llevaba poco tiempo funcionando y que fue posiblemente la médula espinal de todo".
En su memoria aún sigue sin poder borrar el frío en el terrible Pabellón 9 de Ifema con todos los cuerpos, los forenses haciendo autopsias y las caras de algunos de quienes buscaban vida donde ya no la había. "Todavía tengo guardada la libreta donde iba apuntando los muertos al principio, en un conteo por encima, 50 aquí, 20 allá... Con el tiempo he vuelto a ver la libreta y me da me espanto. Si la busco ahora aparece, pero no sé si la quiero buscar".