¿Tenemos todos los españoles igual derecho a disfrutar de los servicios públicos con independencia de nuestro lugar de residencia? Desde un plano formal la respuesta debería ser afirmativa, pero, sin entrar en más pormenores, basta con desplazarse unos kilómetros desde donde residamos para comprobar que no es así. La realidad es la realidad. ¿Y de los servicios privados? En principio, si no existe una necesidad insatisfecha no va a surgir una respuesta del mercado para complacerla, pero, en ocasiones, existe la necesidad y aun así el mercado no puede ofrecer un servicio que la satisfaga, bien por la existencia de alguna barrera de regulación o bien por la existencia de monopolios u otras situaciones que impiden la entrada de competidores nuevos.
En cuanto a la oportunidad de reservar, gestionar y obtener servicios de movilidad mediante aplicaciones digitales, la realidad va por barrios, mejor dicho, por ciudades. Aquellas de tamaño medio (entre 500.000 y 50.000 habitantes), que acumulan en torno al 58% de la población española, carecen de estos servicios, no por no necesitarlos, sino por los antes mencionados motivos regulatorios o de mercado.
En modo similar al que en los siglos XIV y XV se produjeron los conflictos y guerras entre Florencia y el Papado, que derivaron en interdictos papales sobre la ciudad toscana que implicaban la prohibición a sus habitantes de recibir sacramentos, asistir a misa y tener un entierro cristiano, en los últimos años de conflicto entre los taxistas por cerrar el mercado y las plataformas digitales por abrirlo, nuestros gobernantes -colectivistas de todo signo y color- han emprendido una cruzada contra la economía de plataformas digitales de movilidad que ha derivado en leyes que han prohibido o cercenado el desarrollo de flotas de coches a su disposición; mientras que, por otro lado, los prestadores tradicionales del servicio, dando la espalda a sus usuarios, se han resistido numantinamente a evolucionar sus negocios hacia los mercados digitales.
Como resultado nos encontramos con una brecha digital que, por ejemplo, en ciudades como Santiago de Compostela, Mérida, León, Logroño, Cádiz, La Coruña, Salamanca, Vitoria, Huelva, Cartagena, San Sebastián, Ávila, Huesca, Toledo, Pamplona o Burgos, donde se puede obtener de casi todo a través de una aplicación digital (comida, entradas de cine, citas médicas, billetes de tren, etc), menos pedir y pagar un traslado en taxi del tipo de Bolt, Cabify, Freenow o Uber (por citar a las más conocidas compañías de la gig-economy que operan sectorialmente en España). También, hallamos otras urbes donde resulta harto complicado proveer servicios digitales de taxi, debido a lo reducido de la oferta, como, verbigracia, Vigo, Granada, Santander, Córdoba, Tarragona, Oviedo, Zaragoza, Murcia o Castellón, y así, hasta cerrar una lista que completaría 80 ciudades entre las 100 más pobladas de España.
Esta brecha afecta tanto a los prestadores del servicio (empresas o autónomos) como a los trabajadores o chóferes y, en general, a todos como usuarios de servicios, generando por tanto ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda a este respecto. Lo peor es que las razones de que millones de ciudadanos no puedan disfrutar de estos servicios digitales como lo hacen los de Madrid, Barcelona, Sevilla, Málaga o Valencia, no radican en que no exista la necesidad del servicio y, por tanto, que no haya un mercado para obtenerla, sino que hunden sus raíces en los motivos antes citados, más bien de orden político e ideológico y de trabas legales o monopolísticas.
Por ejemplo, la prohibición de desarrollo del sector de vehículos de arrendamiento con conductor (VTC) -mediante los que este tipo de plataformas habían popularizado sus servicios digitales-, y el impedimento de que realicen servicios urbanos salvo regulación legal expresa de las comunidades autónomas, impuesta por un Decreto-ley en 2018, han evitado que los ciudadanos de aquellas ciudades afectadas puedan hacer un gesto tan cotidiano en todo el planeta como “pedir un Uber”, valga la metonimia.
Las ciudades medianas y pequeñas ni pueden ni deben quedar ajenas a la revolución digital de la movilidad urbana
Asimismo, los taxistas de estas ciudades medias y pequeñas llevan décadas sin competencia externa -ni tampoco interna, al no otorgarse nuevas licencias- y, por tanto, sin necesidad de invertir en tecnología para mejorar la comercialización de sus servicios. Esto ha llevado a estos gremios a una triste situación que, por un lado, es apoltronada, y por otro, es de una extrema dependencia de las decisiones políticas de sus ediles municipales, con quienes acaban teniendo una enfermiza relación de tutela, que ha acabado por conseguir que trabajadores autónomos como son los taxistas acaben siendo un cuasi apéndice funcionarial de la Administración tutelante, a la que -en una relación tóxica permanente- extorsionan con la amenaza de cesar en la prestación del servicio público en caso de no obtener y mantener las ventajas de un mercado sin competencia.
Los ciudadanos afectados por no tener acceso a servicios de “primera división” no protestan. No se quejan porque no tengan realmente la necesidad de esos servicios, sino porque ya han sido adormecidos para que no protesten por casi nada. Se les han dicho medias verdades como que los servicios de taxi pertenecen a “lo público” y bajo esa premisa consideran que su ciudad “tiene de todo”, cuando no es así (como en otras tantas esferas de “lo público”). Es cierto que esta tipología de ciudades, en su mayoría, tienen redes de autobuses adecuadas, pero es aún más cierto que año tras año se multiplican las quejas sobre la insuficiencia del servicio de taxi, como complementario del transporte colectivo urbano e interurbano. A las VTC ni las tienen ni las esperan, la ley las excluyó en sus ciudades, cautivas, de “segunda” por Decreto-ley.
Y es una pena, porque, para los taxistas, las ventajas de digitalizarse o permitir la entrada de la gig-economy en sus ciudades son obtener una mayor demanda, hacer menores desplazamientos en vacío y aumentar la demanda de pasajeros internacionales, que redundan en más ganancias, además de aprovechar las funciones de seguridad de las aplicaciones digitales (identificación y calificaciones del conductor, soporte 24/7, etc).
Los usuarios también consiguen una mayor fiabilidad del servicio y más posibilidades de obtenerlo en áreas normalmente desatendidas, toda vez que tienen más certeza con los precios cerrados por adelantado, mejor información de trayectos y destinos, y más comodidad en los viajes con pagos y facturaciones digitales, el servicio puerta a puerta, la identificación del conductor y posibilidad de compartir y ver sus calificaciones para incrementar su seguridad, etc.
Mientras tanto, los Ayuntamientos, además de quebrar esa brecha digital para sus ciudadanos y subir en este campo a la “primera división”, cumplirán con sus objetivos legales de mejorar la utilización de la flota de taxis como recursos del municipio para ofrecer mejores y más eficientes servicios de movilidad a sus ciudadanos, trabajadores y turistas, generando así un efecto de espiral ascendente en la economía local y a la par crearán mayores oportunidades empleo y ganancias para los conductores de los taxis.
En definitiva, las ciudades medianas y pequeñas ni pueden ni deben quedar ajenas a la revolución digital de la movilidad urbana. La necesidad de servicio de sus ciudadanos es real y ni leyes ideológicas ni gremios privilegiados deberían frenar el avance de la tecnología, cuando además esta es netamente beneficiosa para el interés general de todos.
*** Emilio Domínguez del Valle es abogado, experto en movilidad y transportes.