Francia: el terremoto que viene
François Hollande, el primer expresamente de la V República que ha retornado a la vida política para aspirar a un simple escaño parlamentario en unas elecciones generales, posee sobrados motivos para andar preocupado por el crecimiento imparable de la extrema derecha en su país, pero no, en cambio, para mostrarse demasiado sorprendido de que ello ocurra. Y es que, al cabo, él mismo, Hollande, fue en su día uno de los responsables de ese fenómeno, el de la eclosión en las urnas de los iliberales de Le Pen.
Supremo exponente paradigmático de la tan elitista y exquisita izquierda caviar parisina que solía saltar, sin solución de continuidad, de las aulas de la Escuela Nacional de Administración - célebre vivero de la alta aristocracia funcionarial francesa- a la dirección del Partido Socialista, del Hollande con mando en plaza todavía se recuerda que llamaba “desdentados”, siempre en privado y con infinito desprecio, a los electores de clase obrera que apoyaban al entonces Frente Nacional. De hecho, si ahora mismo hay alguien que no tiene ningún derecho a escandalizarse por lo que están haciendo los desdentados en la íntima soledad de las cabinas de votación, ese alguien es Hollande.
Aunque una dama del progresismo anglosajón no menos exquisita, Hillary Clinton, también se refirió en cierta ocasión al mismo segmento sociológico, el integrado por los estratos de la clase trabajadora occidental más castigados y empobrecidos por la desindustrialización asociada al proceso globalizador, los que en Estados Unidos votan a Trump, como “esa gente deplorable”. Por lo demás, tiende ya a ser norma que en los círculos pensantes de la progresía ilustrada de ambas orillas del Atlántico se tome por poco menos que idiotas a los miembros de la clase trabajadora tradicional que, poco a poco, han ido abandonando las viejas lealtades partidarias que la vinculaba a las formaciones socialdemócratas para pasar a alinearse tras los nuevos populismos de derechas.
Sin embargo, el bando de los genuinos idiotas no resulta ser precisamente el de los trabajadores manuales franceses y norteamericanos que ven estancados sus ingresos al tiempo que la productividad crece. A fin de cuentas, si algo perjudica objetivamente a esos sectores autóctonos de la población laboral menos cualificada es la hiperglobalización y las migraciones masivas rumbo a Occidente de mano de obra de idéntico perfil, las dos grandes fuerzas simultáneas que llevan empujando sus salarios a la baja ya desde hace décadas.
La izquierda francesa acaba de rescatar del fondo del baúl de la nostalgia revolucionaria nada menos que el Frente Popular, todo ello mientras entona emocionada la Marsellesa y la Internacional en calles y plazas, un ejercicio colectivo de melancolía épica que, sin embargo, no podrá evitar que el principal partido de los obreros de Francia siga siendo la Agrupación Nacional de Le Pen. De hecho, el último baluarte defensivo que hasta ahora había impedido que la extrema derecha se hiciera con las mayorías electorales a escala nacional era el formado por los pensionistas y los funcionarios vitalicios del Estado, dos grupos que en términos agregados representan el 44% del censo, casi uno de cada dos habitantes.
La izquierda francesa acaba de rescatar del fondo del baúl de la nostalgia revolucionaria nada menos que el Frente Popular
Son ellos los que han venido haciendo posible, y casi de modo exclusivo, la viabilidad política del consenso liberal-socialdemócrata que define el orden socioeconómico de Francia con su voto a Macron. Un consenso, el del establishment europeísta y pro libre mercado, que hoy pujan por demoler tanto la derecha soberanista y neocolbertiana de la Agrupación Nacional como la Francia Insumisa, el partido antiglobalización que ahora resulta hegemónico en el campo de una izquierda que, tras generaciones enteras de internacionalismo militante, acaba de recuperar la defensa de las viejas fronteras del Estado-nación como su último salvavidas ideológico.
Repárese al respecto en que Macron no hubiese logrado sostenerse al frente del Elíseo en los últimos comicios presidenciales sin contar con el apoyo decisivo de nada menos que el 74% de los perceptores de pensiones del Estado y del 61% de los empleados públicos. Por lo demás, he ahí la suprema paradoja: el partido que hasta ahora ha venido dominando el Ejecutivo de Francia con un programa inspirado en la defensa de los principios filosóficos de la economía de mercado solo consiguió alcanzar el poder y mantenerse en él gracias a dos grandes segmentos de electores cuyas rentas no proceden del mercado, sino del Estado.
Pero ese precario equilibrio político francés, en última instancia sustentado en las transferencias de dinero público a las clases pasivas, se ha ido tornando cada vez más financieramente insostenible por culpa de la evolución de la pirámide demográfica. Así, y de modo análogo a lo que ocurre en España, en 2024, cada nómina mensual de un jubilado francés tiene que ser pagada por sólo 1,7 trabajadores activos, frente a los 3 que se repartían esa misma carga en 1970. La reforma del sistema de pensiones por el Gobierno de Macron, pues, devino en un imperativo económico insoslayable.
Pero su precio político puede que llegue a ser tan alto como para llevar asociada incluso la propia demolición de la fuerza política que lidera el presidente de la República. En Francia, junto con Alemania la columna vertebral de la Unión Europea, está a punto de producirse un terremoto de dimensiones sistémicas, el que amenaza con conducir a una confrontación en el balotaje entre la extrema derecha y el Frente Popular, con las fuerzas representativas de la ortodoxia de Bruselas asistiendo en calidad de testigos mudos a su propio apocalipsis. Porque la partida que se empezará a jugar el próximo 30 de junio, en primera vuelta, no remite a unas simples elecciones domésticas y de estricto alcance local. Bien al contrario, son los cimientos mismos del nuevo orden continental que nació con Maastricht lo que va a estar sobre el tapete. Francia elige, pero quien se la juega es Europa.
*** José García Domínguez es economista.