El cumpleaños triste del euro
El euro acaba de celebrar un aniversario redondo, el que el pasado 1 de enero certificó su primer cuarto de siglo de existencia, en medio de la indiferencia general. Nada que ver con aquella ingenua, voluntarista y muy olvidada ola de entusiasmo popular que lo recibió en los cajeros de los bancos en 2002, cuando los billetes físicos empezaron a circular de mano en mano entre los ciudadanos de la Unión.
Porque la quimera que por aquel entonces logró implantar la irrupción de la nueva moneda en el sentir general, una fantasía alimentada por la doctrina oficial de Bruselas en la llamada Agenda de Lisboa, llevó a que se generalizarse la creencia de que Badajoz y Múnich, solo por el hecho de compartir idéntica unidad de cuenta, terminarían igualando sus respectivos niveles de productividad con el paso del tiempo. Toda una alucinación colectiva.
Y es que a nadie, por lo visto, se le ocurrió pensar durante cinco minutos en por qué Badajoz y Barcelona seguían presentando asimetrías tan acusadas de desarrollo económico tras compartir idéntica moneda, la peseta, durante nada menos que 134 años. Si la peseta, y a lo largo de casi siglo y medio, no había hecho más que agrandar la brecha económica de partida que separaba a la España industrializada de la agraria, ¿en razón de qué misteriosa lógica su sustitución por el euro iba a poner en marcha un acelerado proceso de convergencia entre las economías nacionales más atrasadas y menos eficientes de la Unión, las del Sur, y Alemania? Aquella pretensión absurda no tenía ningún sentido en el cambio de siglo. Y continúa sin tenerlo hoy, por cierto.
Porque lo que carece de sentido alguno es empeñarse en suponer, contra toda evidencia empírica e histórica, que las tendencias impersonales de los mercados conducen a una distribución armónica y homogénea de las actividades productivas a lo largo y ancho del territorio que comparte una moneda. Tal cosa no ha ocurrido jamás en el mundo real.
Bien al contrario, la tendencia universal resulta ser justo la contraria, esto es, la conformación espontánea de grandes clusters empresariales en zonas muy concretas del espacio. La convergencia entre ciudades y regiones, tanto en Europa como fuera de Europa, en todas partes, es lo que no ha ocurrido jamás ni hay el menor indicio de que vaya a ocurrir en el futuro. Badajoz no sólo no va a ser nunca igual que Múnich, si que cada vez se va a alejar todavía más de Múnich.
Las tendencias impersonales de los mercados conducen a una distribución armónica
No comprender eso es no comprender cómo funcionan los mercados en una economía capitalista. Y es que, por razones técnicas que van desde las economías de escala y la optimización logística a las llamadas economías de aglomeración, las empresas de una misma rama de actividad tienden a concentrarse en un mismo lugar del espacio. No se distribuyen, y menos de modo uniforme, por todos los rincones del mercado que comparte una moneda única. Y lo que esa tendencia planetaria impone de modo insoslayable es que el futuro de Europa se llamará divergencia, no convergencia.
Nada nuevo bajo el sol, por lo demás. Estados Unidos no conoce otra moneda que el dólar, algo que no impide que el 90% de las películas norteamericanas se rueden en un lugar llamado Hollywood. Y otro tanto ocurre con esa gran factoría de juguetes informáticos que responde por Silicon Valley.
Si en Estados Unidos sólo hay un Hollywood y un Silicon Valley, ¿cómo entender que en tantas cabecitas europeas todavía siga alojada la idea de que el euro y el mercado único nos terminarán conduciendo a la final equiparación armónica de las estructuras económicas de todos los Estados miembros? Robert Mundell, uno de los más célebres asesores económicos de Reagan, creó, y tan pronto como en la década de los cincuenta del siglo pasado, el marco teórico conceptual que sirve para responder a la cuestión de cuándo resulta útil crear una nueva moneda y cuándo no. Algo que en esencia depende siempre de tres circunstancias.
El futuro de Europa se llamará divergencia, no convergencia
La primera tiene que ver con el mayor o menor grado de integración económica entre los territorios; cuanto mayor resulte ser, mejor funcionará, y viceversa. La segunda apela a las asimetrías. Así, cuanto más diferentes resulten ser las industrias domésticas de cada país integrante, más contradictorias y opuestas entre ellas resultan las políticas monetarias que les convendrán en cada momento de crisis. La tercera, en fin, remite a la mayor o menor potencia de los mecanismos institucionales susceptibles de contrarrestar esas divergencias de partida. Porque, al igual que ocurre en los intercambios entre Extremadura y Baviera, también el saldo comercial de Arizona presenta déficits crónicos en su relación con California, que a su vez refleja en sus cuentas regionales superávits seculares con respecto a sus compras y ventas a Arizona.
Algo que nunca ha puesto en riesgo el futuro ni la estabilidad de lo que podríamos llamar la zona dólar. Y ello gracias, sobre todo, a las transferencias fiscales anuales con que los contribuyentes de California compensan a los habitantes de Arizona. Unas transferencias rutinarias que no se producen, ni hay expectativa de que se vayan a producir en el futuro, entre, por ejemplo, Holanda y Grecia o Bulgaria e Italia.
Si los norteamericanos no llevasen mucho más de un siglo operando de ese modo, el dólar no existiría a estas horas. Pero esos ejercicios colectivos de solidaridad interterritorial sólo se pueden sostener en el tiempo dentro de una nación, merced a los vínculos de pertenencia y lealtad que genera la conciencia de formar parte de un todo superior y común; o sea, la conciencia de pertenecer a lo que justo no es la Unión Europea. En fin, celebremos que el euro haya cumplido 25 años, aunque solo sea porque todavía no sabemos si cumplirá los 50.
*** José García Domínguez es economista.