Un diario cercano a las posiciones del Gobierno ha publicado esta semana que la Vicepresidente Tercero del Gobierno, Dña Yolanda Díaz ha recuperado su plan para sentar a los sindicatos en los Consejos de Administración de las empresas. En pro de esa iniciativa se invoca el artículo 129 de la CE en virtud del cual los poderes públicos “establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción”. Insertado en los acuerdos entre el PSOE y Sumar esta iniciativa es un paso más hacia el control estatal de la economía y es una manifestación de la ofensiva lanzada por el actual Gobierno contra la propiedad privada.
Desde un punto de vista teórico, la propuesta de la Sra. Diaz constituye un ataque directo a los legítimos derechos de los propietarios de las empresas y al principio de libertad contractual. Otra cosa no es tratar de obligarles a aplicar modos de gestión diferentes de los que hubiesen adoptado si tuviesen capacidad de hacerlo.
En consecuencia, se trata de una revisión radical de las reglas del juego que caracterizan, todavía, lo que queda economía de mercado en las Españas. Y esto no es algo baladí, sino un evidente intento de poner las empresas al servicio de los intereses ideológico-políticos de los gobernantes y de sus distintos compañeros de viaje, en especial, de unos sindicatos cuya representación real es irrelevante, el 14% de la fuerza laboral y el 3% de los menores de 30 años.
Los problemas derivados de la cogestión surgen del divorcio entre la toma de decisiones y sus consecuencias. Mientras el valor del patrimonio invertido en la empresa por sus accionistas queda automáticamente afectado por toda decisión que influye sobre su rentabilidad, no ocurre lo mismo con los trabajadores o sus representantes por una sencilla razón: el valor de su fuerza de trabajo no depende de aquella.
Aún cuando sus decisiones comprometan el presente y el futuro de la compañía, siempre conservan la posibilidad de revalorizar su capital humano, simplemente cambiándose de trabajo. Esto no ocurre con el capital financiero, atrapado en la empresa donde está invertido con todos los riesgos que ello implica.
Un evidente intento de poner las empresas al servicio de los intereses ideológico-políticos de los gobernantes
Por otra parte, el principal interés de los propietarios de una firma es obtener el máximo retorno posible a su inversión, mientras el de los trabajadores es maximizar su salario y el mantenimiento de su puesto de trabajo. Esto, entre otras cosas, puede conducir a ralentizar o frenar procesos de inversión, de innovación o de reestructuración que suponen reducción de la mano de obra a corto plazo pero mejoran la capacidad de crecimiento, de competitividad y de aumento de la productividad de las empresas a medio y largo plazo. Eso sin contar que la presencia de los representantes de los trabajadores en los Consejos de Administración requieren competencias financieras y de estrategia corporativa que, guste o no, no suelen contarse entre las indudables virtudes de los dirigentes sindicales patrios.
Si la codeterminación o cogestión, como sostienen muchos de sus adalides, redundase en una mayor eficiencia y rentabilidad para los accionistas, se plantea una pregunta elemental: ¿Por qué no han avanzado en esa dirección todas o la mayoría de las empresas y es necesario imponer la coerción estatal para lograr ese objetivo?
Este sencillo ejercicio contrafactual pone en cuestión de una manera clara la hipótesis según la cual la entrada de los empleados en los Consejos de Administración tiene resultados positivos sobre los resultados de las compañías. En concreto, parecería congraciarse mal con el insaciable deseo de obtener beneficios por parte de los accionistas.
Dicho esto, no hay objeción alguna a que las compañías que lo estimen oportuno abran sus Consejos de Administración a representantes de los trabajadores. De hecho, ese es el modelo imperante en donde se ha aplicado. Ahora bien, lo que es bueno o se considera adecuado para unas puede no serlo, necesariamente para otras.
Desde esta perspectiva, el mayor error funcional de la cogestión es la supresión por ukase de los modos y de los sistemas de gobernanza mas convenientes y que mejor se adaptan a las necesidades de las compañías. En definitiva, la codeterminación sustituye el mecanismo del mercado por la arbitrariedad política e impide adaptar las formas institucionales a la mejor asignación posible de los recursos.
La codeterminación sustituye el mecanismo del mercado por la arbitrariedad política
Estas consideraciones teóricas son irrelevantes ante un hecho básico: el deseo del Gobierno de acabar con la libertad de empresa y convertir a sus gestores en servidores de intereses diferentes a los de sus legítimos propietarios. En paralelo se trata de conceder un poder injustificado e injustificable a sus aliados, los sindicatos, para convertirlos en comisarios políticos del Gobierno dentro de las compañías. Esta es la realidad y la meta fundamental perseguida por la coalición social-comunista en su ataque contra los progresivos restos del naufragio del agonizante capitalismo español.
Ante este panorama, las empresas y sus organizaciones representativas han de reaccionar. La cogestión, con ser algo muy grave, es un salto más en la voluntad por parte de la izquierda patria de acabar con la economía de mercado e instaurar un modelo socio-económico de corte fascista: se mantiene la propiedad siempre que esté a las órdenes del poder.