El pasado 30 de septiembre estuve en Andorra dando una charla, o mejor dicho, reflexionando con otras 900 personas, acerca del futuro de la economía y la economía del futuro. Como cualquiera que me conozca podría esperar, no predije nada, no anticipé cifras ni hablé de las previsiones de los analistas destacados, o de las instituciones internacionales reconocidas, que emplean muchos recursos en tratar de anticipar la evolución de las macromagnitudes más relevantes.
Hablé de complejidad y de incertidumbre. Y planteé la hipótesis de Javier González Recuenco, quien, apoyándose en Richard Rumelt, defiende que estamos en máximos históricos de incertidumbre. ¿Quién esperaba el Brexit, Trump, la pandemia o la invasión rusa de Ucrania? Para todos esos acontecimientos había señales de alarma. Pero las red flags se ven muy bien a toro pasado.
En el momento clave, cuando aún se está a tiempo de tomar medidas, nuestro cerebro está preparado para ofrecernos un amplio y colorida abanico de explicaciones alternativas, que nos permitan dormir en paz, o simplemente, que ratifiquen la hipótesis menos mala. Es el mismo cerebro que nos mantiene alerta y nos ayuda a salir adelante cuando hay una hecatombe y corre peligro nuestra vida.
Eso nos indica que tanto la salida del Reino Unido del club europeo, como las distorsiones que podía producir la política de Trump, o las consecuencias económicas del conflicto en Ucrania, como, por ejemplo, la aceleración en la subida del precio de la energía, no fueron identificadas como un peligro real que podría poner en jaque nuestra supervivencia.
A falta de elementos que acrecientan la incertidumbre, es decir, la consciencia de que no podemos planificar tanto como quisiéramos, ha estallado (de nuevo) la guerra entre Israel y Palestina, después de la masacre de Hamas en territorio israelí.
La consciencia de que no podemos planificar tanto como quisiéramos
A pesar de ello, nuestro gobierno en funciones, seguro de que Sánchez será investido, con amnistía hoy o con amnistía mañana, y con la promesa de un referéndum independentista a largo plazo, toma decisiones y publica previsiones como si no estuviera en funciones.
Frente al “no sé” sistémico que la realidad se empeña en mostrarnos, el Gobierno de Sánchez presenta un futuro optimista, con la certeza de Moisés presentando las tablas de la ley, pero sujeto a unos condicionantes tan irreales que hacen enmudecer a los palmeros más fieles.
De acuerdo con sus previsiones, basadas en un cuadro macro en el que estoy segura que se han invertido horas, energía y euros, las dos reformas del sistema de pensiones son sostenibles. Como han puesto de manifiesto en redes sociales, entre otros, Javier Jorrín, entre sus supuestos básicos destaca la aceleración significativa del crecimiento del PIB real (es decir, descontando la inflación), en los próximos 15 años.
Este supuesto descansa en el aumento (presunto) de la productividad gracias a su Plan de Recuperación, de manera que, si entre los años 2002 y 2022 la productividad estaba en el 0,6%, entre el 2023 y el 2030, la previsión es que se sitúe en el 1,2%. El otro punto que destaca Jorrín es la disminución del desempleo debido a las jubilaciones y a la entrada de unos 300.000 inmigrantes de aquí al 2050. Como si cualquier emigrante pudiera emplearse en cualquier puesto de trabajo, independientemente de sus circunstancias.
Ese optimismo de los políticos que siguen a pie juntitas la máxima del marketing político de no dar malas noticias, llevado al extremo, como ahora, y combinado con la deslegitimación de las exigencias independentistas, no hacen sino destrozar la credibilidad del Gobierno, y sumir en un caos de confusión a la población. Porque las malas noticias se señalan como “fascistas” o “bulos”, sean ciertas o no; las previsiones responden a lo que el ciudadano necesita oír para no preocuparse; la polarización se agudiza enterrando el diálogo racional. Y así no puede avanzar una democracia sana.
Ese optimismo de los políticos que siguen a pie juntitas la máxima del marketing político de no dar malas noticias
Las consecuencias de la guerra entre Israel y Palestina nos van a afectar. Y deberían ayudar a poner encima de la mesa la situación real de la economía española, poniendo el foco en los autónomos, que siguen siendo los grandes olvidados; en los empresarios, que cada vez ven más difícil su supervivencia y son los auténticos creadores de empleo sostenible; y los ahorradores-inversores, que se ven penalizados por unos impuestos que, anunciados como carga a “los ricos”, les afectan directamente.
Y lo peor, desde mi punto de vista, es la mentalidad, la cultura económica que se está creando en miles de jóvenes que se creen las cortinas de humo, que se sienten estafados y reclaman ayudas, en lugar de analizar quién está estrangulando sus oportunidades. Unos jóvenes que aún no se han dado cuenta de que las ayudas generan dependencia, y que la estructura del gasto español no es sostenible, a menos que se lesione la capacidad de generar riqueza de las generaciones del futuro. Unos jóvenes que creen que endeudarse no es tan malo, pero que consideran que sus ideas deben ser financiadas por todos los españoles, por fantásticas que sean.
Y, en este punto, recuerdo el concepto de innovación de Joseph A. Schumpeter quien contemplaba como parte del proceso empresarial la obtención de financiación para desarrollar esa idea brillante. La deuda es buena si sirve para desarrollar una actividad que permite pagar la deuda, recuperar los costes y obtener unos beneficios.
Pero eso está muy lejos de lo que significa, hoy en día, la deuda pública. Es notorio que la deuda del Estado y de las Administraciones Públicas, al menos en un gran porcentaje, sirven para pagar prebendas electorales y para cubrir a sus respectivos partidos políticos de la capa de barniz adecuada, esa que les hace aparecer como sus votantes necesitan verles.
Todos necesitamos una figura mística que nos salve. Pero dejen que recuerde que en la obra El Mago de Oz, Oscar Zoroaster, no es un mago, sino un fraude. Y los charlatanes triunfan especialmente en momentos de alta incertidumbre, cuando los ciudadanos son más vulnerables y necesitan creer en un futuro venturoso y en un líder que les guiará, como Moisés, a una tierra de promisión donde manará del cielo aquello que necesiten. Y serán “libres”.