La semana pasada, el profesor Rotellar escribió un importante artículo con un sugerente título: “La imposición del pensamiento económico único”. La tesis central de esa nota era la creciente tendencia en España a establecer una ortodoxia correcta en el ámbito, la profesada por los soportadores de la gestión del Gobierno, instrumentada a través de una descalificación absoluta de sus críticos no con argumentos teóricos y empíricos, sino, en la mayoría de los casos ad hominem.
Esta postura pretende no sólo silenciar la oposición a la estrategia económica gubernamental mediante el descrédito de quienes la realizan, sino resulta absolutamente incompatible con lo que se ha considerado siempre uno de los fundamentos esenciales del debate entre economistas: la consistencia lógica de las hipótesis sostenidas y sus efectos prácticos.
Ese enfoque se enmarca en dos tradiciones históricas que han de ser evitadas: la del economista rey y la del economista siervo. La primera supone la existencia de una visión económica única, en la terminología de Schumpeter. Sólo hay una ciencia económica 'verdadera' y sólo una respuesta correcta para cualquier situación dada.
Por lo tanto, el papel de los profesionales de la ciencia lúgubre es explicar a los políticos en el poder lo que esa 'verdadera' ciencia requiere que hagan o eviten hacer. Pueden existir desacuerdos en la interpretación de la coyuntura, pero no en lo concerniente a la teoría que, en consecuencia, prescribe el modelo de política específico requerido para abordar aquella. Los discrepantes con la ortodoxia o bien son ignorantes o bien persiguen fines espurios.
La segunda es la degeneración o, mejor, la consecuencia inevitable de la concepción del economista rey; esto es, la conversión de éste en siervo de los programas implantados por los Gobiernos para darles justificación técnica y legitimarlos desde un punto de vista intelectual. La transición de una posición a otra responde a una dinámica imparable cuando la gestión gubernamental produce consecuencias indeseables e indeseadas. En este momento, el economista siervo ha de esforzarse más y hacer todo lo posible para dar cobertura a las medidas del partido gobernante cuyo ideario profesa o de cuyo mantenimiento en el poder se beneficia.
El papel de los profesionales de la ciencia lúgubre es explicar a los políticos en el poder lo que esa 'verdadera' ciencia requiere que hagan
Como escribió Adam Smith: “Todo hombre está, sin duda, por naturaleza, en primer lugar y principalmente preocupado por su propia situación; y como es más apto para cuidar de sí mismo que de cualquier otra persona; es adecuado y robusto que así sea". Y resulta obvio que un Gobierno dispuesto a aumentar el tamaño del Estado en el orden social con el respaldo de los economistas partidarios de esa actuación es muy atractivo para éstos tanto en términos de influencia como de obtención de beneficios potenciales. Ninguna de esas dos cosas es por cierto ilegítima, pero han de tenerse en cuenta cuando determinadas propuestas se realizan o se defienden.
El papel de economista rey y de economista siervo, cuya simbiosis termina por ser muy íntima, supone una perversión de la función y de la misión que corresponde a los profesionales de la ciencia económica en una sociedad democrática. Frente a la soberbia olímpica de uno y la acomodación servil del otro es básico recordar la tarea importante pero humilde que corresponde a los economistas en la escena pública y huir de la fatal arrogancia, diría Hayek, que termina transformándoles en sacerdotes de la religión imperante por una convicción dogmática o por interés.
En 1934, en una conferencia en la London School of Economics, Arthur Pigou se refirió a la severa tentación a la que estaba sujeto el economista ambicioso de "hacer ligeros ajustes en su visión económica, de modo que se ajustara a la política de un partido político". Pero, en tono admonitorio advirtió algo esencial: “quien ceda a esa tentación comete un crimen intelectual. Vende su primogenitura en la casa de la verdad por un plato de lentejas”. Estas advertencias del maestro de Cambridge gozan de una enorme actualidad y habría de estar gravadas a fuego en la mente de cualquier economista.
Es básico recordar la tarea importante pero humilde que corresponde a los economistas en la escena pública
En 1953, el profesor Milton Friedman enunció otra máxima relevante: “Me parece que el papel del economista en las discusiones de política pública es prescribir lo que se debe hacer a la luz de lo que se puede hacer, dejando de lado la política, y no predecir lo que es “políticamente factible” y luego recomendarlo”. Este enfoque supone asumir, en muchas ocasiones, la desagradable tarea de desaconsejar la adopción de medidas populares, rentables a corto plazo en términos electorales pero negativas en el horizonte del medio y del largo para el bienestar de los individuos y la prosperidad de las naciones. Esto requiere en numerosas ocasiones honestidad y, en más, coraje frente a la corriente imperante.
En el debate público español tienden a establecerse falsas diferencias que se hacen recaer sobre los fines perseguidos por la política económica. Todo el mundo quiere un crecimiento elevado, una tasa de inflación baja y de empleo alta, una mejora de las condiciones de vida de las personas menos favorecidas, una mayor igualdad de oportunidades etc.
La discusión no está ahí sino en los medios empleados para alcanzar esos objetivos y este criterio de evaluación elemental ha desaparecido o se pretende hacer desaparecer del escenario. Desde esta perspectiva, la conversación se trasladada de lo real, la congruencia entre las políticas desplegadas y sus resultados, a lo metafísico o, peor, a prejuzgar las intenciones de quienes se oponen a los designios del Gobierno.