¿Alemania, ante la decadencia?
La noticia de que la primera economía del euro, Alemania, acaba de entrar técnicamente en recesión tras sumar dos trimestres consecutivos con leves contracciones de su PIB, un contratiempo coyuntural en apariencia leve, se enmarca, sin embargo, en el contexto de una inquietud mucho más general entre las élites políticas y empresariales a propósito de si el modelo industrial del país se adentra o no en la senda sin retorno de la decadencia. No puede negarse, por lo demás, que hay algo de justicia poética en el hecho inopinado de que los perezosos y derrochadores pigs, con Grecia a la cabeza para más inri, están creciendo al tiempo.
Todo ello mientras que los siempre virtuosos y ahorrativos luteranos del norte se ven a sí mismos aplicándose el discurso recurrente de la necesidad de hacer reformas. Y es que la moralina canónica de Berlín, esa que contrapone por rutina a los esforzados germanos con los hedonistas e ineficientes meridionales, también por norma suele incluir la coletilla de que los mediterráneos tendríamos que aplicarnos más para algún día llegar a ser iguales que ellos. Una genuina falacia de composición, en la medida en que el éxito exportador de Alemania, ese motor principal y casi único de su economía que de un tiempo a esta parte ha comenzado a dar señales de andar gripado, exige como condición necesaria de su propia viabilidad que en Europa no existan otras Alemanias.
Como sucede con las madres, en Alemania solo puede haber una, una y solo una. Postular que España podría emular alguna vez a Alemania, esa fantasía tan recurrente, conduce al mismo absurdo lógico que creer factible en un partido de fútbol que los dos equipos enfrentados ganen por 5-0 al mismo tiempo. Porque si un gran país decide dar cauce al grueso de su producción nacional a través de las exportaciones, supuesto teórico cuyo paradigma en el mundo real encarnan ahora Alemania y China, necesariamente otros países deben asumir el papel de ejercer como importadores netos de esas mercancías.
Así las cosas, si todos en la Unión Europea hubiésemos actuado como Alemania, también todos habríamos sido exportadores netos con enormes superávits comerciales en nuestras cuestas exteriores. Pero resulta metafísicamente imposible que en un sistema cerrado la integridad de sus miembros se dedique a exportar sin que nadie haga lo contrario, importar.
Y ocurre que Europa constituye en esencia un sistema cerrado. En Europa, el grueso de los intercambios comerciales se realizan no con el exterior sino con otros países del continente. Los europeos, si, comerciamos con nosotros mismos de modo muy prioritario. De ahí que la quimera de imitar a Alemania solo sea eso, una quimera.
En Europa, el grueso de los intercambios comerciales se realizan no con el exterior sino con otros países del continente
Pero el motor alemán, decíamos, muestra indicios inquietantes de que ha empezado a dejar de funcionar como antes. El célebre modelo teutón se ha sustentado siempre, desde sus orígenes en la posguerra hasta hoy, sobre los mismos tres pilares básicos, a saber: la contención salarial, la dependencia de un suministro de energía barato e ilimitado procedente de Rusia y, tercero, la excelencia técnica de su ingeniería industrial, en particular la orientada a la fabricación de todo tipo de vehículos propulsados por ingenios mecánicos de combustión interna.
Así, y desde el cambio de siglo, una de las claves principales de su creciente hegemonía continental tuvo mucho más que ver con la rigidez al alza de sus propios salarios nacionales que con otros factores relacionados con la eficiencia económica, como pudiera ser una productividad diferencial creciente en relación a sus competidores. El secreto del éxito residía, sobre todo, en los costes laborales nominales unitarios (el cociente entre lo que pagan las empresas por utilizar la mano de obra durante una hora y la productividad de esa misma mano de obra durante sesenta minutos). Un ratio en el que el numerador alemán crecía menos que el denominador alemán, mientras que en el resto de Europa tendía a ocurrir justo al revés.
Pero eso puede estar muy bien hasta el momento en que a uno le toque enfrentarse con los chinos, que es lo que le acaba de suceder a Alemania. Frente a China, es sabido, no hay arma salarial que valga. En ese terreno, ellos ganan siempre. Y después está la cuestión de la ingeniería.
Existe una poderosa razón por la cual todos esos cochecitos de juguete en los que cabe un niño utilizan sistemas de tracción eléctrica, no motores tradicionales de combustión interna. Y esa poderosa razón se llama sencillez. La ingeniería mecánica de los coches eléctricos, también la de los que no son de juguete, resulta mucho más simple que la propia de los vehículos tradicionales. Y lo sencillo se caracteriza por estar al alcance de cualquiera.
Aunque lo contrario ocurre con el sofisticado equipamiento informático que incorporan esos mismos coches eléctricos. Y resulta que los alemanes son muy buenos en las tecnologías analógicas que se aplican en sus cadenas de montaje, pero no tan buenos en las digitales e intangibles que se alojan en la nube. Ahí, su gran ventaja competitiva clásica, simplemente, deja de existir. La inteligencia alemana sigue siendo toda ella natural, no artificial.
La inteligencia alemana sigue siendo toda ella natural, no artificial
Si durante el primer decenio del siglo, en lugar de destinar el producto de sus excedentes comerciales a financiar disparatadas burbujas inmobiliarias en España, Alemania hubiera empleado el mismo dinero en investigar e invertir en baterías eléctricas y en nuevas tecnologías digitales, ese debate tan actual, el de la posible decadencia, no se habría abierto siquiera.
Pero prefirieron nuestros ladrillos. No por casualidad, China acaba de superar a Alemania como el segundo mayor exportador de automóviles del mundo. Hito al que no resulta ajeno el hecho de que la propia Unión Europea ya esté importando más coches chinos de los que exporta a ese país. Y en cuanto a lo otro, lo de la energía próxima, accesible, barata e interminable, en fin, mejor ni hablar.
*** José García Domínguez es economista.