Para una persona que se mueve en el mundo de las ideas económicas desde hace tanto tiempo, estudiar un máster de estrategia empresarial eminentemente práctico es un desafío importante.
Sueño con conos de Voros, he empezado y borrado la primera parte de mi trabajo final de máster cuatro veces y voy a por la quinta. En ocasiones veo estrategias, buenas, malas e inexistentes, y miro a los políticos en plena campaña electoral exhibiendo sus carencias en este punto.
En la pasada clase, Paco Jariego, que nos hablaba de análisis de escenarios futuros, recordaba la cita de Josef Stalin de 1949: “Nosotros no queremos la guerra más que Occidente, pero estamos menos interesados en la paz que Occidente”.
Eso es visión y capacidad de síntesis. Y refleja una manera de ver el mundo no muy diferente a la de Putin hoy. Echo de menos esas cualidades en nuestros políticos de todos los partidos.
¿Qué España presentan? Cada candidato habla de cómo va a ser la ciudad o la comunidad autónoma cuando ganen. Pero no cuela ni como relato de ciencia ficciónde la mala. Suele ser una lista de intenciones diseñada a la medida del voto que quieren atrapar para mantenerse en el poder o para detentarlo.
Los candidatos hablan de cómo va a ser la ciudad cuando ganen, pero no cuela ni como relato de ciencia ficción de la mala
Las viviendas sociales ofrecidas suben semana tras semana, los carril-bici, las “playas” en cada barrio de Madrid, y todo tipo de apuestas se van poniendo encima de la mesa a ver quién da más, quién riza el rizo.
Y, simultáneamente, un equipo de apoyo de cada candidato se encarga de lanzar bombas de humo, acusaciones descarnadas contra todos los demás. No importa ni siquiera la coherencia con su propia ideología. No se castiga al candidato o al miembro de su equipo que saca los pies del tiesto, y mucho menos que dice cosas o promete favores que luego no se pueden mantener. Si sale bien en la foto, adelante.
Josef Stalin, con esa afirmación, demuestra haberse planteado la idiosincracia de Occidente y la de la URSS, y fue capaz de resumir así de bien la diferencia crucial entre ambas. Yo me pregunto, sinceramente, qué España imaginan dentro de diez, veinte o cincuenta años, cada uno de los partidos políticos. Sin unicornios ni brilli-brilli.
Quiero saber qué España visualizan. Y lo quiero con detalle: qué hace un día cualquiera un agricultor, un profesor, un CEO de una industria de automóviles, de una tecnológica, un científico, un político, un comerciante de alimentación de barrio… en el año 2033, en el 2043 o en el 2073. Échenle imaginación, que los españoles, que somos quienes les pagamos, lo merecemos.
Quiero saber qué España imaginan dentro de diez, veinte o cincuenta años, cada uno de los partidos políticos.
A partir de ahí, empiecen a diseñar qué camino tomar, sabiendo que el contexto es cambiante, que hay que contar con las consecuencias no deseadas, con problemas emergentes y todo lo demás. Sometan a un análisis serio los problemas más relevantes: demografía, gasto público, vivienda, sanidad, educación. Y, sobre todo, pónganse de acuerdo en eso, en lo básico.
Prohiban politizar nada que tenga que ver con esas cuestiones, porque son determinantes para nuestra supervivencia como país. Elijan el camino, aunque no sea el óptimo, aunque se equivoquen: se revisa, se “pivota” y se retoma la vía. Si lo pueden hacer las empresas ¿por qué ustedes no?
No albergo esperanza alguna de que a ningún político se le pase por la cabeza semejante futurismo. No por ello es menos sensato. ¿Por qué no lo hacen? Porque pueden. Porque les dejamos. Porque les pedimos que nos mientan. Les aplaudimos cuando falsean estadísticas, siempre que me calme la ansiedad de saber que he votado a una persona que me está llevando a la ruina, a mí y a mis descendientes.
No les reclamamos el dinero malversado, no responden con su patrimonio. No hay rendición de cuentas. Nos dejamos dividir en dos bandos: churras y merinas, y nos acusamos un grupo al otro de pervertir la democracia, de corromper el Estado de derecho, de pudrid las instituciones que tanto nos ha costado crear. Todos ellos han participado y son cómplices. Y, por encima de ellos, los mayores cómplices somos nosotros.
Nos dejamos dividir en dos bandos: churras y merinas, y nos acusamos un grupo al otro de pervertir la democracia.
Entiendo que es una cuestión cultural.
En el último podcast de mis amigos de “Nada que ganar”, se trató el terrible problema del bullying en los colegios. Los tres participantes disculpaban a los adolescentes de trece años que se callan cuando algún matón acosa y agrede a un compañero. Me sorprende.
Hasta el 2015 esa era la edad de consentimiento sexual. Ahora es dieciséis años, igualmente adolescente. Suficientemente mayores. Sien embargo, estoy de acuerdo en el argumento que esgrimían. Entiendo que exponerse a ser el siguiente es duro. Pero también creo que el colegio, los padres y la sociedad deberían crear mecanismos para que esos cómplices silenciosos aprendan que hay vías para denunciar a los violentos y que es importante que no miren al techo.
En especial, porque lo que se les está transmitiendo es que ya vendrá alguien, una instancia superior, a solucionar el tema. Una persona de trece años puede aprender a ser responsable y valiente. Ese aprendizaje le ayudará a no ser cómplice de cualquier cosa cuando sea más mayor, sea en la empresa, sea en la política.
Somos cómplices de estos políticos. Tampoco nosotros somos capaces de ponernos de acuerdo, de alcanzar un mínimo común, a pesar de identificar los problemas en la barra del bar, o en nuestras propias carnes. ¿Y cómo transformar la sociedad, si nosotros, los ciudadanos, estamos esperando que ellos lo hagan y ellos, los políticos, nos dan golosinas para que no pensemos en lo relevante?
Obviamente, no tengo la solución. Ya saben: en nada humano caben recetas definitivas. Pero cada cual puede auto imponerse una actitud diaria, vital, de bajar al matiz, de ser crítico con los tuyos, de no cerrarse a plantearse problemas que escuecen, o para los que no hay solución fácil, o no la hay hoy.
Podemos rebajar los titulares clickbait, señalar los ataques personales gratuitos vengan de donde vengan. Podemos pulir nuestra opinión y no rebajarnos a ser vulgares “tricoteuses”, las mujeres que se reunían para ver cómo guillotinaban a los condenados, durante El Terror francés. Las mayores transformaciones sociales empiezan por un cambio consciente de cada cual.