¿Y si el escenario de precios cambiase a deflación?
Precios, precios… los precios de las commodities, de la energía, los mayores tipos de interés, Powell, BCE, la Fed… todos son ingredientes del discurso que semana sí y semana también se sucede en torno a la inflación. Ciudadanos, economistas y banqueros centrales, todos de una manera u otra muestran su preocupación por esa escalada sin freno cuyos efectos perniciosos son sobradamente conocidos.
Precisamente ahora, cuando el escenario es conocido por todos, quizás procede preguntarse si tiene cabida un discurso alternativo. Es como intentar entender qué hay detrás del (teórico) miedo de los bancos centrales a los datos que estamos conociendo.
Tras el pinchazo de la burbuja tecnológica, allá por principios de siglo XXI, bajó el mandato de Alan Greenspan, la Fed auspició una nueva etapa en la que las decisiones de política monetaria iban a tener muy en cuenta la situación de los mercados financieros. El giro fue radical, pues el precio del dinero se orientaba no solo a la estabilidad de los precios y el empleo, sino también al momento en el que se encontraban los mercados.
Tipos bajos alentaron todo tipo de riesgos, el más reconocido el pinchazo de la burbuja inmobiliaria. Pero no fue el único. No en vano llegó a reconocer que el mayor exceso de los mercados no estaba en las bolsas, sino en la deuda. La exuberancia irracional que ya forma parte de la historia económica.
De los efectos colaterales heredados, uno de ellos tuvo que ver con una abrupta caída de la inflación en 2008. Fueron momentos en los que la caída de los precios de los activos financieros y reales generaron un riesgo deflacionario. La actuación rápida de los bancos centrales tuvo muy en cuenta esa situación e inundaron la economía de dinero con políticas monetarias ultralaxas consistentes en presionar a la baja los tipos de interés de corto y largo plazo para incentivar el crédito y el consumo masivo. Y así hasta hoy, con la consecuencia sabida de que esa abundancia de dinero llevó la inflación a niveles no vistos en décadas.
Desde aquí pueden pasar muchas cosas. Que la inflación se mantenga elevada o que se modere. Pero también que los agentes reacomoden sus expectativas y empiecen a posponer las decisiones de consumo de forma radicalmente contraria. Este factor tiene una probabilidad muy elevada de producirse incluso con los niveles de consumo observados. ¿El motivo? Vivimos una década de muy alta innovación con la diferencia en la aparición de empresas como Uber, Airbnb, Zoom, las DeFis, etc, que están llevando a una evidente deflación en el coste de muchos servicios.
Si la Fed provoca un terremoto en las bolsas, en la deuda, en los criptoactivos, en el mercado inmobiliario, así como en muchas inversiones de capital privado, el consumo privado se vería seriamente resentido
A este factor de maduración progresiva se le puede sumar un elemento inesperado en forma de deflación de los activos financieros. Si la Fed, como todo el mundo parece temer ahora, provoca un terremoto en las bolsas, en la deuda, en los criptoactivos, en el mercado inmobiliario, así como en muchas inversiones de capital privado que se han realizado gracias a financiación barata y valoraciones irreales, el consumo privado se vería seriamente resentido, pues la riqueza se verá reducida de forma considerable.
Eso es exactamente lo que intentó evitar Alan Greenspan 20 años atrás cuando tranquilizó a los inversores en el sentido de que sus decisiones no irían en a favor de mayores caídas en las bolsas.
Ese escenario hipotético sería letal. Si el consumo se frena en seco, también lo haría la inversión, pasando de un escenario de crecimiento económico moderado pero razonable a un crecimiento endémico. El problema es que muchos gobiernos se han esforzado en aprovechar tipos bajos para, mediante la inflación, hacer dos cosas. Impulsar el crecimiento nominal y tener un respiro a la hora de pagar sus abultadas deudas. El caso español es muy evidente de una mala gestión económica ayudada por esa contabilidad para dar la apariencia de un crecimiento robusto.
Entonces el problema sería mayúsculo. La deflación entraría en juego y, si hay algo peor que un crecimiento elevado de los precios, es una deflación.
En un mundo hiperapalancado, los deudores tendrían serias dificultades para hacer frente a sus compromisos de pago y eventualmente algunos tendrían que incumplirlos. Los bancos centrales perderían la poca credibilidad que les queda si en su discurso de políticas menos expansivas empiezan a recular y a reconocer que subieron tipos sin margen de actuación.
Así puede resultar de caprichosa la interpretación de la economía. Pasar de un escenario inflacionista a uno deflacionista. Eso es lo que ocurre, queridos lectores, cuando los bancos centrales pierden el control de sus decisiones.