Aunque lo niega, a principios de la década de 1990 el asesor económico del entonces presidente de EEUU, George Bush, Michael Boskin se preguntó qué más daba si el país se dedicaba a fabricar patatas fritas (potato chips) o chips de ordenador (computer chips). En su arcaica opinión, 100 euros de patatas aportaban el mismo valor a la economía que 100 euros de chips. Cuán equivocado estaba.
Tres décadas después, la industria de los semiconductores no solo vale cientos de miles de millones, sino que, en plena era de internet de las cosas, inteligencia artificial y 5G, se ha vuelto clave para el funcionamiento de prácticamente todas las demás. Y, tras meses sumergida en una crisis de suministro que amenaza a toda la economía mundial, queda claro que decantarse por las patatas fritas fue una idea pésima.
Como no podría ser de otra forma, parte de la culpa de la actual crisis global de chips la ha tenido la pandemia de coronavirus (Covid-19), y por partida doble. Por un lado, obligó a paralizar o reducir su producción mundial, lo que redujo la oferta. Por el otro, el confinamiento aumentó las ventas globales de productos electrónicos, lo que impulsó la demanda.
Ambos fenómenos tensaron tanto la cuerda de la industria de los semiconductores que al final se rompió, afectando principalmente al sector automovilístico. En los últimos meses, fabricantes como SEAT y Toyota se han visto obligados a paralizar o reducir su producción, y se estima que el bache podría costar más 100.000 millones de euros en ingresos a nivel mundial solo este año.
Pero, aunque la coyuntura actual sea responsabilidad de la pandemia, lo cierto es que esta crisis solo es un síntoma de todos los males que el sector ha ido acumulando en las últimas décadas. El primero y más importante reside en la concentración de empresas. Mientras que hace 20 años había cerca de 25 fabricantes de chips de vanguardia, en la actualidad la industria está principalmente en manos de tres compañías, todas asiáticas.
Esta crisis solo es un síntoma de todos los males que el sector ha ido acumulando en las últimas décadas
Esto significa que la fabricación, la inversión y la innovación mundial actual se concentra en las aplicaciones más ambiciosas y complejas de la microelectrónica, como la inteligencia artificial y la supercomputación. Y, a medida que sus chips se vuelven más complicados y pequeños, aumenta tanto su precio como el de las instalaciones necesarias para crearlos.
Pero la electrónica de consumo más básica, como la que alimenta tostadoras inteligentes, y otros aparatos como los coches (que de media ya incorporan más de una docena de chips) no pueden permitirse pagar por estos modelos de última generación, lo que les obliga a recurrir a versiones antiguas más baratas, que son las que están provocando el gran cuello de botella.
Aunque los gigantes de la industria han depositado sus ambiciones en modelos cada vez más innovadores y capaces, también hay mucho en juego en el campo de los chips más vulgares. De hecho, el fabricante de microprocesadores gráficos Nvidia se ha visto obligado a recuperar modelos que había retirado del mercado para ayudar a sus socios fabricantes de hardware a mantener su actividad.
La importancia de los chips ha quedado tan clara que, hace unos meses, el Senado de EEUU aprobó un proyecto de ley que para invertir unos 50.000 millones de euros para remediar su escasez nacional a corto plazo. Por su parte, China ha disparado su producción y su empresa TSMC, una de las más importantes del mundo, se ha comprometido a invertir casi otros 100.000 millones de euros en los próximos tres años.
¿Y qué estamos haciendo nosotros mientras tanto? La industria europea de los chips es muy débil, por no decir prácticamente inexistente, con solo un 10 % del mercado total. La buena noticia es que la Comisión Europea parece ser consciente del problema y aspira a duplicar esta cifra en 2030, para lo que ya ha aprobado casi 2.000 millones de euros para resucitar el sector con un megaproyecto con el que espera reunir otros 6.000 millones de capital privado.
La industria europea de los chips es muy débil, por no decir prácticamente inexistente
Lamentablemente, por muchos ceros que parezcan, la inversión de Europa destinada a la industria de los chips palidece cuando se compara con las que la China y EEUU han puesto sobre la mesa. Así que, aunque podamos aumentar la producción básica para satisfacer nuestra demanda actual (cosa que tampoco es nada fácil), nuestra única opción de adquirir un peso real en esta industria reside en desarrollar una innovación disruptiva capaz de ponerla patas arriba.
Este es precisamente el objetivo de eProcessor, uno de los primeros proyectos aprobados bajo el paraguas europeo y que, además, estará liderado por el Centro de Supercomputación de Barcelona. Sin embargo, esta innovadora iniciativa tampoco servirá para resolver la crisis de chips más básicos a corto plazo, por lo que parece que Europa le quedan años de seguir mendigando chips fuera de casa.
Al principio de la pandemia, la escasez de mascarillas y respiradores dejó claro que no nunca es buena idea depender tanto de productores extranjeros y cadenas de suministro globales. Pero eso es lo que pasa cuando, en lugar de apostar por las industrias estratégicas del futuro, se opta por una fácil y cortoplacista como la de las patatas fritas o, qué se yo, ¿el turismo y la construcción?