"El bloqueo a la comunicación es una amenaza para todas las necesidades básicas", dijo el psicólogo William Maslow (el de la pirámide) en 1954. Casi 70 años después, en plena era de la hiperconectividad, su frase ha adquirido una dimensión completamente nueva. Y esto lo digo porque llevo desde el sábado sin teléfono móvil y no sabe la de apaños y favores que estoy teniendo que pedir para intentar mantener mi día a día.
Tal vez piense que estoy sufriendo algún tipo de síndrome de abstinencia, que soy adicta a mi smartphone. Y, aunque tiene parte de razón, también es cierto que, hasta ahora, no era consciente de cuántos aspectos de mi vida me obligan a tenerlo siempre cerca.
No estoy hablando de servicios que normalmente uso a través del teléfono y a los que puedo acceder con el ordenador. No. Estoy hablando de servicios cuyo uso requiere un dispositivo móvil asociado. Por ejemplo, llevo desde el sábado sin poder hacer transferencias bancarias porque mi entidad financiera me obliga a validarlas a través de la app móvil (no diré su nombre, pero empieza por I y acaba con G).
Recuerdo que cuando fijó esta imposición el año pasado, varios usuarios nos quejamos públicamente. Una periodista especializada en economía y con muchos seguidores en Twitter logró que el banco le ofreciera una alternativa. Pero los tuiteros más humildes y el resto de clientes nos vimos obligados a agachar la cabeza y aceptarlo.
Yo ya estaba acostumbrada a usar mi smartphone para muchísimas gestiones, así que no me importaba demasiado. Si me quejé fue porque pensé en las personas mayores y otros colectivos sin acceso a teléfonos inteligentes, para quienes la medida iba a convertirse en una barrera. En lo que no caí fue en qué pasaría si algún día me quedaba sin teléfono… hasta el sábado.
La decisión de la entidad bancaria tampoco era un capricho, sino su nueva forma de gestionar la autenticación de múltiples factores, un método generalizado de control informático para reforzar la seguridad de productos y servicios digitales.
Seguro que ha pasado por él, sobre todo para hacer compras online: elige un producto, introduce su número de tarjeta y su contraseña y, automáticamente, recibe un SMS, una notificación vía app o un correo electrónico con instrucciones para poder continuar con la operación.
Gracias a esta técnica, las empresas reducen las posibilidades de que alguien suplante su identidad. Y está bien se preocupen por que sus productos y servicios sean lo más seguros posible, de hecho, deben hacerlo. Pero también debemos ser conscientes de que cada paso que damos hacia una mayor digitalización siempre deja atrás a algunas personas, ya sea por falta de habilidades tecnológicas, por ser víctimas de la brecha digital o simple y llanamente porque han perdido su smartphone.
Debemos ser conscientes de que cada paso que damos hacia una mayor digitalización siempre deja atrás a algunas personas
También admito que, si tuviera tiempo y ganas, podría contactar con mi banco para que me diera otra opción. Muchos servicios con autenticación por múltiples factores permiten cambiar la configuración predeterminada para que la comprobación se lleve a cabo de otra manera. Pero, además de lo follonesco del proceso, el usuario no siempre sabe que puede hacerlo o necesita tener muchos followers para que la empresa le haga caso.
Además, al no disponer de teléfono fijo y llevar un año teletrabajando en soledad, no se imagina lo 'divertido' que fue tener que pedir a un amigo que llamara a mi compañía telefónica para solicitar un duplicado de la tarjeta SIM.
Hicimos una videollamada, él puso su teléfono en manos libres, y yo me pasé 10 minutos gritando datos confidenciales a la pantalla de mi ordenador para que la persona de atención al cliente que había al otro lado del teléfono de mi amigo me oyera.
Y, por si fuera poco, nada de esto sirve en la calle. Sin smartphone, la única opción para pedir un taxi consiste en levantar la mano y tener suerte. Olvídese también de cualquier sistema de navegación, de comunicación e incluso de saber qué hora es. Los dispositivos móviles han transformado tanto la sociedad que la última vez que le pregunté la hora a un desconocido (porque me había quedado sin batería) me miró como si estuviera loca.
A nivel social, la experiencia de vivir sin móvil suele empezar con una sensación de ansiedad ante la ausencia total de comunicación. Mandé un correo electrónico a mi madre para avisar de la situación y recé para que lo viera pronto. Hice lo mismo con los amigos con quienes había quedado al día siguiente, y con la gente para la que trabajo y con la que suelo comunicarme por WhatsApp.
Unos días después, a medida que mi círculo y yo nos acostumbrábamos a que solo estoy disponible cuando estoy sentada delante del ordenador, mi ansiedad fue bajando. Aunque también me he sorprendido a mí misma varias veces buscando notificaciones inexistentes en un viejo teléfono que recuperé para usar como despertador.
Esto sí que es adicción. Adicción al entretenimiento constante, a la hiperconectividad, a la urgencia de no pasar un segundo a solas con mis propios pensamientos. Pero ese es otro problema que da para otra columna.
Ahora, solo quiero recuperar mi teléfono, pagar las cervezas que debo del sábado y volver a saber qué hora es y en qué calle estoy. Le parecerá una tontería, pero, en plena era de la digitalización, esas son las nuevas necesidades básicas que Maslow defendía sin saberlo hace casi siete décadas.