No llegó al bolsillo de los ciudadanos hasta 2002, pero el euro, como divisa, como nueva referencia para los mercados, saludó al mundo el 1 de enero de 1999. Fue un paso histórico. Aquella Europa que en los años 50 del siglo XX entendió que debía unirse para no seguir matándose, acometía un experimento monetario trascendental. Una moneda común, con una política monetaria común, para un proyecto común. El emblema de la Unión Económica y Monetaria (UEM) se presentaba así al planeta para constatar que los líderes europeos iban muy en serio, porque con el dinero no se juega.
Veinte años después, el euro sigue vivo. Parece poco. Pero no lo es en absoluto. Tantas veces dado por muerto, tantas veces vaticinado su colapso, lo cierto es que es la moneda oficial de 19 países y casi 350 millones de europeos. Su trayectoria, en estas dos décadas, ha sido fiel a la propia construcción europea, tan dada a evolucionar y progresar a golpe de crisis. Si el Tratado de Maastricht y las posteriores crisis cambiarias en países como Reino Unido, que se apeó del proyecto, Italia o España, hicieron dudar de su llegada, pero no acabaron con el sueño de compartir una misma divisa, el euro ha tenido que sobreponerse a no pocos embates.
En estos 20 años, y desde los 1,166 dólares a los que se estrenó en el mercado, le ha dado tiempo a depreciarse hasta los 0,84 dólares en 2000 y a apreciarse hasta los 1,60 dólares en 2008. Según los datos del Banco Internacional de Pagos, en la segunda divisa más transaccionada del mundo, solo por detrás del dólar, aunque lo que mejor le sienta es que cuenta con el respaldo de los europeos. El último Eurobarómetro muestra que el 75% de los ciudadanos de los países del euro está a favor de la UEM -ver gráfico-.
LA REVÁLIDA DE LA CRISIS
Pero no lo ha tenido fácil. La llegada del euro implicó una extraordinaria cesión de soberanía. Los países que cumplían los requisitos para acceder a la UEM renunciaban a su divisa y su política monetaria, que pasaba a manos de una entidad, el Banco Central Europeo (BCE), con sede en Fráncfort, que en adelante determinaría en qué nivel iban a estar los tipos de interés en los ‘europaíses’.
Al principio, en algunos países, como fue el caso de España, aquello no sonó tan mal. No era para menos, puesto que los años posteriores a 1999 trajeron unos tipos tan bajos que alentaron un crecimiento formidable. Había financiación barata, en contraste con los intereses de doble dígito tan habituales en España, para todo, en especial para el sector inmobiliario.
El problema, sin embargo, es que el euro no acaba con la lógica económica y financiera. Y aquellos excesos estallaron con la llegada de la crisis, que puso de manifiesto el auténtico precio que implica ceder la soberanía cambiaria y monetaria. España ya no podía bajar los tipos cómo y cuándo quería ni devaluar la peseta, como había hecho en anteriores turbulencias, porque ya no existía. Ahí, en los tiempos de crisis, se reveló la disciplina que conlleva el euro. Sin poder bajar los tipos ni devaluar la divisa, lo que quedaba era una devaluación interna que se tradujo en despidos masivos y bajadas de sueldo.
Con el agravante de que además la Europa del euro se rompió en dos, algo que, supuestamente, no debía ocurrir. De un lado, los países de cuya solvencia no se dudaba, los del centro y los del norte, con Alemania al frente. De otro, los que inspiraban más dudas por la debilidad de sus finanzas públicas o sus excesos, los periféricos, los llamados despectivamente PIGS, con Grecia a la cabeza y con España entre ellos.
Esta fragmentación se hizo visible en la primavera de 2010, deparó el rescate de Grecia -por dos veces, incluyendo una quita histórica-, Irlanda, Portugal y Chipre, el rescate bancario de España, la ampliación de las primas de riesgo soberanas hasta niveles previos al nacimiento del euro y el cuestionamiento del futuro de la UEM. Solo la llegada a la presidencia del BCE del italiano Mario Draghi en noviembre de 2011, su histórico compromiso de “hacer todo lo que sea necesario para salvar al euro” en julio de 2012 y las medidas con las que lo cumplió mantuvieron a la divisa europea en pie. Y aún pasó otro momento crítico a mediados de 2015, cuando el ‘Grexit’, es decir, la salida de Grecia del euro, fue prácticamente un hecho que solo se evitó en el último minuto por una mediación clave del presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk.
REFORMAS PENDIENTES
A todo ello se ha sobrepuesto el euro, equipado con una mala salud de hierro. Soplará, por tanto, las 20 velas de su tarta, aunque sin margen para la complacencia. La ‘moneda única’ sigue en pie, pero sus cimientos todavía no están completos. También lo evidenció la crisis, que mostró los riesgos adheridos a una unión monetaria y cambiaria sin refuerzos en el frente bancario, financiero y fiscal. Estas reformas, completar la Unión Bancaria ya en marcha, lograr una unión real de los mercados de capitales y progresar lo máximo posible en‘algo’ parecido a una Unión Fiscal, continúan pendientes.
"Con sus taras, con un euro aún por completar, los europeos lo respaldan. Creen en él. Temen una Europa dividida"
“Cuanto más progresemos en completar la unión bancaria y la unión de los mercados de capitales, menos urgente será, aunque aún resultará necesaria, construir una capacidad fiscal”, señaló Draghi a mediados de diciembre en un discurso centrado precisamente en los 20 años del euro. “Está claro que completar la Unión Monetaria es la mejor manera de preparar la transición a una unión que sea más plena”, remachó.
Aun así, con un euro todavía por completar, los europeos lo respaldan. Creen en él. Temen una Europa dividida. “El único pegamento de la Zona Euro son el euro y el Banco Central Europeo”, afirma el economista y profesor universitario Javier Santacruz. El reto es que siga siendo así. Y sellar las grietas aún existentes… no vaya a ser que al final el pegamento acabe rompiéndose.