Los gladiadores que luchaban contra sus propios cerebros
La solución para los problemas que provoca la tecnología suele ser más tecnología. Es una de las frases que utilizamos los tecnólogos militantes, y me hizo muy feliz escuchársela a Marta García Aller, antigua compañera de fatigas y autora de El Fin del Mundo (tal y como lo conocemos).
Pero muchas veces resuelve los problemas creados por otros. Una noticia que me ha hecho muy feliz y relacionada con el mundo de la generación de imágenes sanitarias es que ya parece que se podrán detectar en pacientes vivos a través de escáner cerebral patrones claros del tipo de daño que provoca la encefalopatía crónica traumática (ECT), antes conocida como ‘demencia pugilística’.
En la revista Neurosurgery se ha publicado un estudio liderado por Bennet Omalu, de la Universidad de California, que detectó señales de ECT en el exlinebacker de los Vikings Fred McNeill. ¿El objetivo de todo esto? Desarrollar una PET (tomografía por emisión de positrones) que pueda ser utilizada para diagnosticar la enfermedad, comprobar la amplitud del daño y probar la efectividad de los tratamientos. Hasta ahora el problema radicaba en que la única forma de analizar la enfermedad era el análisis post mortem de las víctimas.
El análisis se realizó en 2012, buscando depósitos inusuales de la proteina tau asociada con ésta y otras condiciones degenerativas, como el Alzheimer. Encontraron el daño, así como ciertas huellas de la enfermedad que explicaban síntomas como la pérdida de memoria o los cambios bruscos de estado de ánimo. Tras la muerte de McNeill, en 2015, a los 63 años, la autopsia confirmó el diagnóstico.
Golpearse de esta manera en la cabeza es un problema. Y hacerlo con la exigencia que requiere la NFL, un peligro.
Y no lo digo yo, lo dicen los datos. Un informe del diario médico JAMA señalaba que el 99% los cerebros donados por exjugadores fallecidos de la NFL para estudios científicos tenían señales de CTE.
“Nadie duda de que hay un problema en el fútbol. La gente que juega al fútbol tiene riesgo de padecer esta enfermedad”, señalaba el pasado mes de julio la doctora Ann McKee, directora del centro de ECT de la Universidad de Boston. “Necesitamos encontrar respuestas, urgentemente, no sólo para los jugadores de fútbol, sino también para veteranos y otras personas expuestas a traumatismos en la cabeza”, añadía.
De cada 202 exjugadores de fútbol, combinando el escolar, el universitario y el profesional, fue diagnosticada la enfermedad en un total de 177. En el caso de los exjugadores de la NFL, fueron 110 de 111 cerebros. Tres de catorce en jugadores de instituto y 48 de 53 en universitarios.
Algunas empresas de cascos, como Riddell, han desarrollado ya tecnología que permite a los entrenadores detectar el número de golpes que se dan sus jugadores y actuar en consecuencia.
La ventaja de hablar de esto como un europeo totalmente ajeno a este deporte es que parece obvio que tiene riesgos enormes para aquellos que lo practican. La diferencia con los gladiadores de la antigua Roma está en que la relación riesgo-beneficio es más favorable y que las consecuencias a largo plazo raramente son lo que determinan las decisiones de los jóvenes practicantes de un deporte. Y para algunos de ellos, el deporte es la única forma de salir de entornos socioeconómicos complicados.
Me pregunto qué pasaría si se descubriese que la práctica del fútbol europeo tiene efectos similares. ¿Cómo reaccionaríamos si para aplacar a los fans condenásemos a nuestros deportistas a padecer enfermedades que podrían llevarles a la cárcel o a la tumba? ¿Saldría Bruselas corriendo a prohibir su práctica, especialmente entre niños? ¿Impondrían los cascos que detectan golpes en la cabeza que ya se han desarrollado y que han empezado a utilizar algunos equipos?