"Estados Unidos innova, China imita y Europa regula". Esta frase es una de las comidillas más repetidas en los mentideros del sector digital a escala internacional, una forma de clasificar(se) según la región y que anticipa casi con precisión milimétrica el rol que cada zona del globo juega en el tablero tecnológico. No es baladí esta cuestión, más allá de la generalización que supone, y tampoco es algo que no concuerde con muchas realidades bien conocidas.
El último aspecto donde estamos viendo su traslación es la inteligencia artificial Mientras EEUU y China se han ofuscado en una carrera sin aparente control por desarrollar modelos de lenguaje largo cada vez más potentes, tensando las cuerdas de la cadena de suministro de semiconductores, el gran logro europeo es la AI Act, la primera regulación de esta tecnología a escala mundial.
Ningún otro polo del planeta tiene nada similar. Lo más semejante son la Declaración de Berkeley o el Proceso de Hiroshima, ambos más centrados en estándares y mínimos exigibles de interoperabilidad. Nada que intente reflejar valores o principios éticos en el uso de una tecnología de vanguardia.
Mucha gente ha criticado (y no exenta de razón) el movimiento europeo. Comenzando por la crítica soslayada del ministro de IA de Emiratos Árabes Unidos, en entrevista exclusiva con un servidor: "Mientras Europa regula, nosotros implementamos y aceleramos la inteligencia artificial". Y siguiendo por la crítica abierta de Meta, Ericsson o SAP en una inaudita carta abierta al Viejo Continente: "Europa se quedará rezagada por su incoherencia".
Lo importante, y que se nos olvida a menudo entre tanto ruido, es que el fondo de todo es la necesidad de regular esta tecnología, con tanto potencial para el bien como para el mal. Ese es el verdadero valor de la AI Act, por encima del detalle muy mejorable de su texto o el impacto que pueda tener su implementación. Lo esencial era abrir el melón de que la inteligencia artificial no puede dejarse al libre albedrío y que requiere de una regulación certera. Inexcusablemente.
Sorprende, empero, que alguien de la industria digital admita esto públicamente, dado el discurso generalizado en contra de la norma. Esta semana he podido hablar en Roma con Guy Diedrich, Global Innovation Officer de Cisco, y su opinión está extraordinariamente alineada con la visión antes planteada.
"Ahora mismo hay una tensión muy sana, que es la que mantienen los que innovan y los que regulan. Es una buena tensión que irá reduciéndose según se vayan alcanzando consensos. Pero hay que reconocer el valor de la Unión Europea de ser los primeros en dar un paso real para esta regulación, porque sin ese paso sólo tendríamos caos y muchas conversaciones que no llevarían a nada. Ahora podemos debatir sobre aspectos particulares o áreas de mejora, pero ya estamos construyendo los guardarraíles sobre los que trabajar. Es el comienzo del diálogo", me decía el ejecutivo.
Esos guardarraíles a los que se refiere Diedrich son claramente mejorables y distan mucho de ser una norma que pueda extenderse fácilmente al resto de regiones del planeta. Pero tampoco podemos obviar el golpe sobre la mesa que la UE dio el pasado diciembre, haciendo una declaración de intenciones que puede sentar escuela como ya hiciera el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR). Tiempo al tiempo.