Hace justo un cuarto de siglo, en el año 2000, tuve que hacer frente como alto cargo en un ayuntamiento de una gran ciudad al que se conoció como Efecto 2000. Los sistemas anticuados de las administraciones públicas de entonces soportaron mal que bien el miedo al apagón y al caos que los agoreros del momento propagaban por doquier en aquel entonces.
El caso es que vitaminados por esa dulce victoria, nos vinimos arriba y decidimos afrontar una revolución tecnológica en el ayuntamiento: pretendíamos, ufanos y henchidos de orgullo, hacerle transitar del siglo XIX al XXI sin pasar por el XX. Ahora lo llamaríamos "transformación digital y escalabilidad", entonces recibió el vetusto nombre de Plan de modernización. Queríamos que cualquier ciudadano, en un plazo de un par de años, pudiese hacer todas las gestiones con el ayuntamiento desde su casa. El problema era que la mitad de los funcionarios no tenían ordenador y quien lo tenía apenas alcanzaba a encenderlo y escribir en unos procesadores de texto antediluvianos. Fracasamos, obviamente.
Sirva este ejemplo para reconocer que nadie está a salvo de cometer un error de gestión al frente de las administraciones públicas, por eso cuando escucho hablar a nuestros actuales mandatarios públicos de inteligencia artificial, de humanismo tecnológico y de liderazgo mundial de España en derechos digitales, me causan, he de decirles, un gran sonrojo.
Recientemente, el presidente del Gobierno ha anunciado la creación del gran modelo de inteligencia artificial entrenado en español, y para ello ha rubricado la firma de un acuerdo con la multinacional IBM. Por supuesto, estoy a favor de estos grandes acuerdos (soy un fiel creyente en el modelo de colaboración público-privada, otra cosa es que crea menos en la forma tradicional en que son ejecutados en nuestros lares), el problema es que no acabo de entender como ciudadano de qué va esto.
Y, sobre todo, si algunos no deberían taparse un poco las vergüenzas al proclamar semejante reto hercúleo, cuando tenemos una administración en la que cada vez que tienes que entrar en sus portales y páginas web a tratar de hacer alguna gestión, a la ciudadanía española le causa vértigo, pavor y desazón.
La web de RENFE merecía ganar un campeonato mundial de cómo no hay que hacer una página de servicios de información y de venta de billetes de transporte; obtener un certificado digital exige prepararse para una auténtica yincana en la que ni los más duchos en materia tecnológica consiguen muchas veces salir victoriosos de semejante aventura; conseguir datos públicos anonimizados para hacer investigación o desarrollar nuevas ideas y servicios, resulta una epopeya que ríete tú de Ulises en La Odisea; pedir cita online en el Servicio Público de Empleo, en la Seguridad Social y en otros organismos exige armarse de una dosis de paciencia infinita; solicitar cualquier petición o hacer trámites en línea te llena de obligaciones, muchas de ellas consistentes en aportar documentación que ya tiene la propia administración, pero a nadie se le ha ocurrido al parecer (¿o sí?) organizar un sistema eficiente de bases de datos transversal y horizontal para no marear al ciudadano; todo esto y muchas otras cosas más ocurren en el país que, según nuestros gobernantes, va a liderar el "humanismo tecnológico".
El primer gesto de humanidad tecnológica de nuestro Estado con sus propios ciudadanos debería ser que nos hicieran la vida un poco más fácil con todos estos trámites, pero ellos prefieren hablarnos de la tierra prometida de la IA y ese Ítaca difuso e inaccesible al que dicen estar poniendo rumbo. Más usabilidad y menos anuncios grandilocuentes.
Nuestra administración lleva tiempo digitalizándose, automatizando procesos, innovando en estructuras y procedimientos, e incorporando talento de todo tipo, así lo han proclamado al menos durante muchos años presidentes, ministros, secretarios de estado, directores generales, y también, altos cargos funcionariales. Pero la sensación generalizada es que hoy más que nunca, parece que tú tienes como ciudadano hacer parte del trabajo que le corresponde a la propia función pública. Son servicios que te prestan, pero en los que tú tienes que emplear tiempo, energía y sabiduría.
Te piden un certificado de otra agencia o institución pública que debería estar al alcance de un clic de cualquier funcionario. Te exigen utilizar todo tipo de impresos, modelos, plantillas y documentos, de tal forma que las relaciones son tan complejas que el propio mercado ha dado luz a servicios privados que tienen que ver con prestar servicios de relacionamiento con la administración: gestorías y consultorías que se convierten en los zahoríes y sherpas de empresas, organizaciones y ciudadanos que se muestran crecientemente incapacitados para sobrevivir a semejante modelo de relacionamiento. Tengo mi opinión particular sobre por qué ocurre esto, y no, no crean que tiene que ver sólo con los dirigentes políticos que van cambiando con los años, sino que me atrevo a señalar que la responsabilidad recae más en un poder de agencia de quienes de verdad mandan en los procesos, para ralentizar esta transformación de la que tanto se habla y que tan poco se pone en práctica.
El nuevo ministro de Transformación Digital ha comparecido en las Cortes en dos ocasiones para hablar de sus planes al respecto. Por supuesto no han faltado en sus intervenciones las palabras fetiches y grandilocuentes que también utilizaron sus predecesores: avances en transparencia, en participación pública, en apertura, en digitalización, en canales de atención y comunicación, en gobierno abierto, y así un largo etcétera.
La burocracia galopante sostiene un ejército de personas que trabajan para la administración que podrían estar prestando servicios a los ciudadanos allí donde la técnica, la automatización y la digitalización no pueden aportar valor real al ciudadano: necesitamos más asistentes sociales a personas mayores en sus domicilios, y más trabajadores sociales en las calles de nuestros barrios, y menos masas ingentes de administrativos trasladando papeles de un sitio a otro o gestionando archivos digitales por mero afán burocrático.
Necesitamos más agentes individualizados para ayudar a personas en desempleo, y más profesores para mejorar la educación, liberados de papeleo y de burocracia digital, para prestar esos servicios públicos con calidad y verdadera vocación. Muchos de ellos viven presos de un gigantesco elefante que, años después de inversiones en digitalización, ha añadido una capa adicional de complejidad y engorro digital a la acumulada históricamente en forma de papel. Las aplicaciones, bases de datos y software desarrollados parece en muchas ocasiones haber sido diseñados por los mismos que establecieron en su día que un documento debe ser firmado por veinte personas en sucesión jerárquica para darle validez.
Y en estas estamos, cuando aparece el hype (bombo publicitario) de la inteligencia artificial y, claro, nuestros próceres no pueden evitar entrar al trapo con todo. Creo que nuestros altos cargos llevan de un tiempo a esta parte obnubilados por el concepto de Estado Emprendedor, la tesis de Mazzucato que ha creado una suerte de seguidores y de feligreses que, en mi modesta opinión, está haciendo mucho daño al deseable y pretendido modelo de administración eficaz y de buenos servicios públicos en el que algunos creemos.
Claro que el Estado puede participar en el impulso de los grandes proyectos innovadores, de las grandes infraestructuras digitales, y de los modelos de emprendimiento que generen empresas de futuro, creando empleo y riqueza. Pero creo que presenciamos en la actualidad un abuso del recurso fácil a un discurso rimbombante, lleno de palabras modernas, destinados a un consumo de información rápido en redes sociales y que se queda en la superficie de las cosas. Un relato falaz destinado al consumo de los leales y a aparentar que se está en la liga de los mayores. Un postureo, en suma, que no aporta valor real (más bien a veces estorba), pero que queda muy bien para publicar un tuit o un post en Instagram.
El Estado Emprendedor en esta Iberia medio sumergida se comporta como el típico amigo al que metes a jugar en el partido de fútbol del equipo porque se las da de buen jugador, y que lo único que genera es un caos en el flujo y dinámica de los pases entre líneas.
Lo cierto y verdad es que la gente se las ve y se las desea para pedir una cita online con al Seguridad Social, pero al mismo tiempo nos dicen que ese mismo Estado va a competir con las empresas globales de tecnología en el diseño y desarrollo de herramientas de IA que van a cambiar el mundo. Y, qué quieren que les diga, como algunos hemos sido cocineros antes de frailes, sí, somos conscientes de que a veces hay que exagerar un poco con tus virtudes y tus proyectos para que te hagan caso, pero esto es pasarse veinte pueblos.
El primer papel y responsabilidad de la administración para con sus ciudadanos debería ser garantizar unos buenos servicios públicos que hoy implican tener un modelo donde la digitalización y la innovación jueguen un papel primordial, pero para ser más eficientes, liberando al ciudadano de cargar con parte del trabajo de los servicios públicos y a los propios trabajadores del sector público para que puedan destinar su tiempo a tareas que ninguna herramienta tecnológica puede desarrollar. Aseguren primero eso y luego, en sus ratos libres, miren a ver cómo podemos ayudar con más modestia en la tarea de impulsar la IA y resolver algunas de sus incertidumbres y sesgos.