ChatGPT ya es el nuevo esclavo de la humanidad. No para de recibir encargos. A cambio de nada. Trabaja gratis, de momento. Las asombrosas hazañas creativas del bot conversacional de OpenAI, la nueva estrella del starsystem tecnológico, han alcanzado la cima mundial de los temas de los que se habla tomando café, transitando por el pasillo o en la sobremesa de una comida con colegas. El bullicioso chatbot ha sustituido al salpique de Shakira.
Hasta un millón de personas se suscribió en solo cinco días a la plataforma para plantearle retos. Muchos esperando que fracase, claro, para luego echarle en cara al algoritmo el patinazo. Cada error de ChatGPT nos aporta una falsa apariencia de tranquilidad. La prueba de que esta Inteligencia Artificial también suelta bufonadas nos permite fingir que no estamos acongojados ante lo que apenas intuimos que nos viene. Ni siquiera sabemos si dirigirnos a ChatGPT en masculino (como un bot) o en femenino (como una inteligencia artificial). Y nos da pavor formularnos la pregunta clave: si la IA acelera ¿voy a seguir siendo un trabajador esencial?
El terror a esa pregunta es la que nos lleva a desear que la máquina no sea perfecta. Y por eso, muchas de las peticiones que se le formulan son majaderías. Como exigirle que borde la receta infalible de tal o cual plato tradicional. Para que falle. El clásico es la paella, pero podrían ser los callos. Si le preguntamos una majadería a la máquina, no nos extrañe que nos escupa con estupideces o memeces. O con cualquier otra bobería equivalente de una lista de sinónimos que le pidamos a otra esforzada IA dedicada a procesar las palabras como si fueran magro de cerdo.
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Por supuesto que ChatGPT no conoce el toque secreto de la paella tradicional. Pero que sus errores en una simple suma de ingredientes para gazpacho no nos lleven a hacernos trampas: la evidencia es que la máquina ha sido capaz de generar ensayos convincentes, resolver problemas de ciencias y matemáticas y producir código informático funcional. Sin previo aviso ha demostrado ser una herramienta extraordinariamente capaz.
Las consultas se acumulan y ChatGPT anda colapsada por momentos. El robot se satura, se cuelga. Igual hasta acaba quemándose de tanto aprender. Y no parece que sus jefes vayan a poner un horario de trabajo al esforzado robot. Ni 35 horas, ni semanas de cuatro días están contempladas como jornada laboral en el acta fundacional de OpenAI. No hasta que nos presenten a su primo, ChatGPT Professional, que será la versión de pago. Estará “siempre disponible” para quien pague por ello. Ya intuyo a grupos estudiantes compartiendo la suscripción igual que hacen con la de Netflix o HBO.
El mundo se divide entre quienes se sienten deslumbrados y quienes se han dejado llevar por el pánico. Docentes de escuelas, institutos y universidades son ahora detectives privados en busca del rastro fraudulento que pudiera dejar la máquina en los trabajos académicos.
Los estudiantes lo están utilizando para escribir sus tareas, haciendo pasar ensayos y problemas generados por IA como propios. La alarma generada es tanta que la propia OpenAI ha creado su propio detector de rastros del algoritmo. Es decir, ya existen “policías” vigilando a ChatGPT, que es capaz incluso de eludir los sistemas antiplagio. Un estudiante de Princeton ha presentado el programa GPTZero que es capaz, afirma, de detectar la escritura generada por una inteligencia artificial, según leí en la prensa norteamericana.
Estamos ante una escalada armamentística escolar en toda regla. Nueva York ha decidido prohibir ChatGPT en todos los ordenadores y redes de sus centros escolares. The Guardian publicó la semana pasada que las principales universidades australianas están cambiando la manera en que plantean los exámenes para evitar la acción de la IA. Los maestros y los administradores escolares se esfuerzan para atrapar a los estudiantes tramposos y están preocupados por los estragos que ChatGPT podría causar en sus planes de estudios.
Entiendo que los maestros ya tienen suficiente de qué preocuparse para tener que ir en plan Hercules Poirot. Personalmente, me provoca angustia pensar que la escuela se convierta en un lugar donde todo se acabe resolviendo con una petición al “esclavo” ChatGPT. O que el necesario trabajo de estímulo cerebral que se exige a un estudiante crítico se diluya con las bufonadas del chatbot.
Pero prohibir ChatGPT con el argumento de que frena la creatividad es algo que muy probablemente no va a funcionar. Los estudiantes tienen recursos suficientes y tecnologías alternativas para el despiste. Hasta el uso de una VPN para despistar sobre su navegación en la web. Ni siquiera añadir una marca indeleble a los textos resultará eficaz. Porque después de ChatGPT vendrán otros ejércitos de IA “enemiga” con peores intenciones.
Probablemente el tratamiento que debiera tener esta herramienta sea el mismo que una calculadora. Admitirlas para determinadas tareas, pero no para todas. Y suponer que, cuando no haya supervisión de dispositivos en el aula, se utilizarán masivamente. Además, existen otras maneras de examinar a los alumnos que sirven para desenmascarar a los tramposos.
La escuela necesita adaptarse a estas herramientas. No sólo prohibirlas o cerrar los ojos. Porque los alumnos de hoy van a enfrentarse a un mundo que dispondrá de ésta y de otras muchas herramientas similares. Y probablemente nos vaya mejor si, en lugar de tratarlas como esclavos del trabajo humano o bufones de la corte ciudadana, aprendemos cuáles son sus ventajas e inconvenientes, sus fortalezas y debilidades. ¿Y quién mejor para explicarlo que nuestros propios maestros?