Cuando se trata de nuestra imagen, no todo vale
Cuando le explico a mis hijos que a su edad yo no tenía smartphone, ni si quiera un teléfono móvil sin pantalla, se ríen y no pueden llegar a comprender cómo podíamos vivir en los 80 y los 90 sin estos dispositivos que han revolucionado el mundo.
Es cierto que en la mano llevamos prácticamente toda nuestra vida: el correo, la aplicación del chat del trabajo, la de grupos de amigos, el acceso a información actualizada al segundo, y a compras de todo tipo que nos permiten recibir el producto incluso antes de llegar a casa, la del banco, la de mapas para llegar en tiempo récord y con la mejor ruta a cualquier sitio, da igual la ciudad del mundo en la que estemos… Y las aplicaciones de redes sociales.
Esas que nos permiten compartir con los nuestros, y si lo deseamos con millones de extraños, todo lo que hacemos, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Esas que nos abren la puerta de aquellos que veneramos, admiramos o incluso odiamos. Que dan permiso a opinar unos de otros sin tapujos y a muchos a juzgar y golpear escondidos tras el anonimato.
Pero, ¿dónde están los límites? A raíz del reciente escándalo que han suscitado unas imágenes de la primera ministra finlandesa disfrutando en un fiesta de la compañía de sus amigos, se ha reavivado este debate que presenta muchas aristas. En realidad, se trata de una mujer joven divirtiéndose en un ámbito privado, sin hacer mal a nadie. Entonces, ¿por qué se ha hecho público? Y ,¿por qué ha levantado tantas ampollas?
Al margen del trato que a lo largo de la historia han recibido la gran mayoría de mujeres políticas (por machismo, puritanismo y otros ismos), lo cierto es que la necesidad de mostrar al mundo nuestra privacidad, nuestros momentos más íntimos, más tiernos, más divertidos o terribles, está trastocando la manera en que miramos lo que sucede a nuestro alrededor, y no solo eso, cómo lo vivimos.
Hay, por supuesto, un término en inglés para describirlo oversharing o sobreexposición en las redes sociales para los que lo prefieren en cristiano. Es, sin duda, una práctica arriesgada y nociva a largo plazo pero que no frenamos, todo lo contrario. Y podríamos echar la culpa a los avances tecnológicos e incluso a las empresas y mentes pensantes que hay detrás de las redes sociales, pero el problema es el uso que hacemos de ellas.
Hay dos caras de la moneda y muchos usos diferentes de este avance social que tiene también su lado más amable. Como todo en la vida, depende de cómo y cuándo decidimos hacer uso de ello. Lo que sí está claro es que, en general, si nos paramos a mirar alrededor, sin pantallas de por medio, da qué pensar.
Nos exponemos sin pensarlo, y no solo a nosotros, también a los que están con nosotros, muchas veces menores de edad, para dejar de vivir experiencias a través de nuestros sentidos, de nuestro cuerpo, cuando tardamos tanto en hacer la foto perfecta de ese plato maravilloso que vamos a degustar finalmente frío, nos empeñamos en grabar en vídeo a nuestro grupo favorito, en vez de disfrutar del concierto abrazado al colega de al lado entonando sus canciones voz en grito, o postureamos tanto en la playa (a veces hasta la vergüenza, todo hay que decirlo) que se nos olvida darnos el baño por el que hemos conducido horas para llegar a esa playa tan cool.
Lo peor es que en todo ello a menudo puede más el mostrar, o demostrar, que somos geniales en lo que hacemos, que vivimos una vida llena de planes y que estamos a la última en tendencias, que el ser fieles a la realidad. Pues lo que se publica, más a menudo de lo que pensamos, es pura ficción. Y ese es otro cantar.
Otro cantar que también tiene su palabro: Snapchat dysmorphia. Aunque toma su nombre de esta aplicación no se reduce exclusivamente a ella, al contrario, tiene su culmen en otras mucho más usadas, especialmente por la gente más joven. Y no lo digo yo, lo dicen investigadores de la Universidad de Boston, quienes afirman que los filtros para selfies están distorsionando cada vez más la final línea que separa realidad de fantasía.
Hombres y mujeres que tunean sus rostros para hacerlos más jóvenes, más estilizados, más bellos se supone. Y es que la tentación es constante porque hay algunos que consiguen resultados increíbles. Sí, reconozco que algunos he probado, y la diferencia entre la Elena que soy y la que podría ser tras un filtros es significativa. Qué digo significativa, es abismal. Y eso que una se cuida un montón, por dentro y por fuera, que ya no somos niñas…
Y es precisamente a esas, a las niñas, a las que más daño puede hacer. Adolescentes que se obsesionan por aparecer siempre perfectas, más cerca de un dibujo animado que de una persona real, hasta disparar su estrés y su infelicidad debido a su aspecto. Tanto que empieza a ser común recurrir a cirujanos plásticos que con unos retoques les acerquen a esa belleza imaginaria que es su selfie. Una locura.
La tecnología y sus avances ofrece miles de posibilidades increíbles que hacen de este mundo un lugar mejor, y las redes sociales también contribuyen en alguna medida a ello: conexión sin barreras, denuncia social, grupos con intereses comunes, apertura de mente, visibilidad a nuestros negocios, incluso visitar lugares recónditos. Todo a nuestro alcance al golpe de un clic. Pero antes de darle a la tecla pensemos bien qué objetivos tenemos, qué queremos conseguir y qué estamos dispuestos a dar a cambio, a veces incluso a qué estamos dispuestos a renunciar. Porque cuando se trata de nuestra imagen, no todo vale.
*** Elena Ceballos es senior Marketing y PR Manager en España y Latam en Dolby Laboratories.