Si algo han puesto de manifiesto los últimos tres años de nuestra historia es que nada era tan obvio. Todas las arquitecturas que ideamos bajo el paraguas del modelo de visión único diseñado en los cuadernos blancos de la Sociedad de Naciones a principios del siglo XX se están viniendo abajo.
La globalización se está haciendo pedazos y el orden mundial se ve hoy amenazado por la distopía brutal del siglo XXI. Las fábricas quieren volver a localizarse, ya nadie piensa que el futuro pase por una moneda única o un sistema financiero internacional de reglas estandarizadas (cryptos, NFTs), el consenso ya no sirve para edificarnos y las democracias representativas supuran sombras, corrupción. La gente abandona sus trabajos y se encomienda al aburrimiento o la contemplación sin miedo.
Ya nadie mira atrás con la intención de ver dónde están las raíces, las ataduras. Y la economía se deshace y se reinventa en silos inconcebibles, en reglas hibridadas, tautológicas. Todo era mentira.
Crecimos hasta hace bien poco pensando que el ser humano no podía volver atrás, que no habría más guerras ni más crímenes internacionales, que las economías no se podrían hundir dos, tres veces en la misma década; que el mundo desarrollado no permitiría jamás que la inflación empobreciera a sus trabajadores de clase media y a sus bien cuidados pensionistas …
Crecimos pensando que nadie que enarbolase la bandera del populismo zafio se podría alzar con los votos suficientes, no ya para decidir gobiernos, tampoco para tener representación alguna en un parlamento cualquiera. Nos hicimos mayores enfrentándonos a quienes se atrevían a sacar a pasear su fachismo por la barra de un bar cualquiera; plantándole cara a todo aquel que se atrevía a articular un pensamiento racista, misógino u homófobo.
Llevamos más de cien años escribiendo una partitura única para comprender el mundo, pero la vida son matices, y, más que andar disfrutando de las mieles de las hipotecas baratas, de la sociedad del bienestar y del consumo ilimitados, deberíamos haber puesto los ojos un poco más lejos, más allá de este trozo de la historia que nos hemos contando con los ojos cerrados.
Así que abrimos los ojos y tiramos la cámara un poco más lejos, no demasiado, y es fácil comprobar (googleen “guerra en Siria”) que en 2011 la atrocidad y nuestra barbarie contemplaban bombardeos y saqueos y el drama de los refugiados; que en las últimas tres décadas vivimos lo de Irak y lo de Afganistán y la ocupación rusa de Crimea. La guerra siempre ha estado entre nosotros, pero era mucho más interesante bailar reguetón en una playa cualquiera del Caribe a crédito, eso sí, que ya pagará Dios cuando me muera.
Abrimos los ojos y lanzamos el tiro cerca, en el norte de África y en el África subsahariana (si lo tiramos más al sur es más o menos igual o incluso más grave), y la vida nos devuelve imágenes de niños que no tienen agua que beber, de mujeres y hombres que mueren por una infección que sería nimia en occidente, no mortal; la imagen de adolescentes aprendiendo a sumar amontonando piedras o ramas en escuelas paupérrimas.
¿De qué demonios nos sirve toda esta innovación si la gente se muere de hambre? ¿Qué aplauso nos merecemos si no somos capaces de suministrar vacunas para todos? Rascas sin esforzarte demasiado y ahí te das de bruces con el mundo de las patentes, y otra vez vuelven al libro de los horrores las historias repugnantes de cómo quienes más se enriquecen tuvieron el origen de su éxito en lo público: subvenciones y otras ayudas de Estado a mansalva... No quieren compartirnos nada ahora. Son los hijos de aquellos que vieron en el pensamiento único la mejor forma de salvarnos la vida.
Realmente da miedo abrir los ojos, por eso durante muchos años las democracias nos han permitido vivir en la hipnosis colectiva de un mundo que, para la mayoría, resultaba suficiente. Las familias tenían dos, tres hijos, se compraban una segunda vivienda y sus vástagos iban a la universidad y viajaban por Europa a gastos pagados (Erasmus), arrasando festivales musicales y aprendiendo idiomas y haciendo un MBA para superar a sus padres.
Todo funcionaba porque no queríamos mirar un poco más allá pero ahora las cosas han cambiado abruptamente: la tecnología y su revolución galopante han superado los dos mil años de debate religioso y aspiran a crear un nuevo Dios que sea, esta vez sí, unívoco, omnipresente, sin limitaciones, sin excepciones interpretativas; un Dios global para toda la humanidad que hará que todos nos pongamos de acuerdo en algo: que nuestros datos sean suyos, tal y como ha ensayado Harari al indicarnos en su ideología emergente que estamos diseñando una nueva religión en la cual «el flujo de información es el valor supremo y la libertad de la información es el mayor bien de todos».
Los Estados y sus gobiernos no generan ya interés alguno y sufren para conservar su influencia en el nuevo mundo controlado por quienes están creando al Dios (algo más grande que lo cual nada puede concebirse) y los humanos vamos a la deriva porque ya nadie piensa o critica o sufre, o todo el mundo lo hace, no lo sé, pero tiene poca relevancia.
Cuando abro los ojos veo un mundo en el que podemos flipar viendo conciertos en el metaverso promocionados por bancos de renombre mientras nuestro perro se aposenta a nuestros pies en el cómodo sillón de casa.
Cuando cierro los ojos reniego de este mundo que arrastra sus utopías hacia un futuro sin límites, mientras los buitres están devorando el cadáver de un niño desnutrido a quien no pudo enterrarlo nadie.
*** Fran Estevan es escritor y fundador de LocalEurope.